El séptimo mes había llegado más rápido de lo que Selene jamás imaginó. Sus días transcurrían entre el amor de Aiden, la protección férrea de la manada y la fuerza invisible que parecía guiar cada paso hacia el momento decisivo. Pero aquella mañana algo había cambiado.
Selene despertó con un dolor sordo en la parte baja del vientre, un peso distinto, más profundo que los malestares de los meses anteriores. La respiración se le entrecortaba y un calor extraño recorría su espalda.
Aiden, que había aprendido a leer cada mínimo gesto de ella, la observó con ojos oscuros, tensos.
—¿Es distinto? —preguntó, casi conteniendo la respiración.
Selene asintió lentamente, llevándose la mano al vientre.
—Sí… es como si ella se estuviera preparando. Como si quisiera moverse hacia la luz.
El corazón de Aiden dio un vuelco. Cada fibra de su ser gritaba que se avecinaba el momento más importante de sus vidas. Se levantó de inmediato, rugiendo una orden a través del vínculo mental con la manada:
—¡Todos atentos! ¡La hora se acerca!
En cuestión de minutos, varios lobos se reunieron en las cercanías de la guarida. El médico de la manada, un anciano de mirada sabia y manos firmes, se inclinó para revisar a Selene. Tras un largo silencio, levantó los ojos brillantes bajo la luz de la mañana.
—Está en la recta final —declaró con solemnidad—. El parto no será hoy, pero ya no falta mucho. Quizás días… quizás una luna más. El cuerpo de la hembra se está abriendo camino para recibir el regalo.
Aiden gruñó suavemente, un rugido bajo, amenazante incluso contra la incertidumbre. Tomó la mano de Selene con fuerza, como si en ese contacto pudiera contener su vida entera.
—No la dejaré sola ni un instante.
El anciano asintió con respeto.
—Es lo correcto. Una hembra no debe enfrentar la llegada de la vida sin la fuerza de su compañero.
Selene sonrió débilmente. Su piel estaba perlada de sudor, pero sus ojos brillaban con una mezcla de nerviosismo y ternura.
—Aiden… no tengas miedo. He cargado conmigo sombras y cicatrices toda mi vida, pero esto… esto es luz. No importa cuánto duela, no importa el riesgo. Estoy lista.
Él se inclinó hacia ella, apoyando su frente contra la suya, en un gesto íntimo que hizo contener el aliento a toda la manada.
—Yo no tengo miedo de ti, ni de la vida que llevas dentro. Solo temo perderte.
Selene acarició su mejilla con ternura, obligándolo a mirarla.
—Y yo temo que el miedo te robe la paz. Prométeme que, pase lo que pase, protegerás a nuestra hija.
Un nudo se formó en la garganta de Aiden, pero asintió con firmeza.
—Te lo juro por la Luna y por mi vida.
La manada entera aulló en un coro profundo, sellando la promesa.
Durante los días siguientes, la vida se volvió una espera constante. Selene caminaba lentamente, apoyada siempre en Aiden, mientras los lobos la rodeaban con devoción. Preparaban la guarida con hierbas suaves, pieles limpias y símbolos antiguos de protección. Cada noche, la Luna parecía bajar un poco más, iluminando el vientre redondo de Selene como si acariciara directamente a la pequeña que aguardaba.
Y entonces, una noche, mientras Selene intentaba dormir en brazos de Aiden, un dolor más fuerte la atravesó, obligándola a gemir. Sus uñas se clavaron en la piel de él y el aire se volvió pesado, eléctrico.
—Ya viene… —susurró ella, con la voz temblorosa pero llena de certeza.
Los ojos de Aiden se abrieron con un brillo dorado, su lobo rugiendo dentro de él. Se levantó de golpe, alzando la voz con un aullido que resonó por todo el bosque:
—¡La Luna nos llama! ¡Preparaos, la cachorra viene al mundo!
El eco de la manada respondió, llenando la noche de aullidos que anunciaban lo inevitable: el nacimiento estaba a solo un respiro de distancia.