El aire dentro de la guarida se volvió denso, cargado de un silencio expectante. Cada contracción era más fuerte que la anterior, sacudiendo a Selene hasta lo más profundo de sus huesos. El sudor perlaba su frente, y sus labios estaban mordidos hasta sangrar para no gritar demasiado, aunque sus rugidos graves se mezclaban con el eco del bosque.
Aiden no se separaba de ella ni un solo segundo. Sus manos la sostenían, su voz era un susurro constante, un puente entre el dolor y la esperanza.
—Respira, mi Luna… respira… ya casi está aquí. Solo un poco más.
Selene se inclinó hacia él, jadeante, con lágrimas en los ojos.
—¡No puedo más, Aiden! Es demasiado…
Él apretó su frente contra la suya, gruñendo suavemente, como un lobo que comparte su fuerza con la hembra que ama.
—Sí puedes. Lo has soportado todo en tu vida, Selene. ¡No te rindas ahora! Nuestra cachorra viene, y la Luna está contigo. ¡Yo estoy contigo!
El anciano médico alzó la voz desde su posición, con calma y firmeza.
—Es el momento. Empuja con la fuerza de tu espíritu, hija de la Luna.
Selene cerró los ojos, dejando escapar un grito desgarrador que se transformó en un rugido lleno de poder. El sonido atravesó la guarida y resonó hacia afuera, donde la manada respondió con un aullido unísono, como si todos fueran uno solo con ella.
Una nueva ola de dolor la atravesó, pero esta vez fue diferente. Sintió su vientre contraerse con una fuerza indescriptible, y supo que el momento había llegado. Aiden la sostuvo más fuerte, sus labios pegados a su oído, susurrándole con la voz quebrada:
—Ven, pequeña… ven con nosotros…
Entonces, con un último esfuerzo, un grito que parecía romper la noche entera, Selene empujó. El aire se llenó con un nuevo sonido: un llanto agudo, fuerte, vibrante. Un llanto que parecía resonar con la misma energía de la Luna.
—¡Aquí está! —anunció el médico, alzando con cuidado el pequeño cuerpo envuelto en la luz plateada de la noche.
Aiden y Selene contuvieron el aliento. Ante sus ojos apareció una diminuta criatura, con la piel sonrosada y un mechoncito de cabello oscuro que brillaba bajo la Luna. La cachorra lloraba con fuerza, sus pulmones llenos de vida, como si reclamara su lugar en el mundo desde el primer instante.
Selene rompió en lágrimas, extendiendo los brazos temblorosos.
—Mi hija… nuestra hija…
El anciano colocó suavemente a la pequeña sobre el pecho de Selene. En cuanto la cachorra sintió el calor de su madre, se calmó, acurrucándose contra su piel y buscando instintivamente su refugio.
Aiden, con la garganta cerrada y los ojos llenos de lágrimas que jamás hubiera mostrado ante nadie, se inclinó para besar la frente de Selene y luego la diminuta cabeza de su hija. Su voz se quebró en un susurro.
—Es perfecta… tan fuerte como tú, mi Luna.
Selene acarició la cabecita de la niña, aún incrédula de tenerla entre sus brazos.
—La Luna nos la regaló… sobreviví para esto. Para tenerla. Para tenerte a ti.
Los aullidos afuera se hicieron más intensos, resonando como un canto sagrado que celebraba la llegada de la nueva cachorra. La manada entera estaba de pie, honrando a la hija de sus alfas, nacida bajo la Luna llena.
El médico sonrió con solemnidad.
—Será una hembra marcada por la luz. Se siente su energía… su destino brillará más allá de esta manada.
Aiden miró a Selene, sus ojos brillando como nunca antes.
—Nuestro futuro está en sus manos. Y juro que nada ni nadie le hará daño jamás.
Selene asintió, besando a la pequeña en la frente.
—Nuestro tesoro… nuestra cachorra.
Y así, entre lágrimas, rugidos, aullidos y la luz eterna de la Luna, nació la hija que cambiaría el destino de todos.