El claro de la manada había cambiado desde la llegada de la pequeña. El aire se sentía distinto, cargado de un aura serena, como si cada hoja y cada piedra reconocieran que algo sagrado había nacido. Lyria, la hija de la Luna y del Alfa, ya era el centro del mundo de todos.
Selene apenas se separaba de ella. Dormía con la niña sobre su pecho, la amamantaba en la calma de la madrugada, la arrullaba con suaves canciones que recordaba de su madre. En su interior, había un torbellino de emociones nuevas: ternura infinita, miedo a no ser suficiente, y un amor tan grande que a veces dolía.
Aiden, por su parte, se había convertido en una sombra permanente a su alrededor. Dormía poco, siempre atento. No permitía que nadie se acercara demasiado sin su permiso, y aunque su mirada podía ser severa, todos sabían que se debía a un instinto irrefrenable de protección. Pero en la intimidad, cuando tomaba a Lyria entre sus brazos, su dureza se deshacía.
En una de esas madrugadas, Selene lo sorprendió meciendo a la niña junto al fuego. La cachorra balbuceaba, apenas moviendo sus manitas, mientras Aiden la miraba como si el mundo entero se resumiera en ese pequeño ser.
—Nunca imaginé que mi corazón pudiera sentir tanto… —murmuró él, sin darse cuenta de que Selene lo escuchaba.
Ella se acercó despacio, con una sonrisa cansada pero dulce.
—Ni yo… Pero aquí estamos, aprendiendo juntos.
Aiden la miró con ojos brillantes, y en silencio le ofreció a Lyria. Selene la tomó con cuidado, y los tres se quedaron abrazados, en un instante que parecía eterno.
La manada entera también se volcó en cuidados. Las lobas mayores llevaban hierbas para fortalecer la leche de Selene. Los jóvenes se turnaban para vigilar los alrededores de la guarida, asegurando que ningún enemigo osara acercarse. Incluso los más pequeños jugaban cerca de la entrada, como si quisieran entretener a la nueva heredera con sus risas.
Una tarde, mientras Selene caminaba despacio con la niña en brazos, la anciana curandera se acercó.
—Se parece a ti —dijo con voz quebrada—, pero sus ojos… son los de su padre. Brillan con la misma intensidad.
Selene sonrió, aunque por dentro sentía un leve temblor.
—Eso significa que también llevará su fuerza… Y ojalá no herede mis sombras.
La curandera la tomó de la mano.
—No hables así. La niña ha llegado para sanar lo que estaba roto. Tú le darás amor, y él le dará protección. Esa será su mayor herencia.
Esa noche, cuando Lyria dormía, Selene le confesó a Aiden lo que la curandera había dicho. Él le acarició el rostro con ternura.
—Selene… nuestras sombras también son parte de quienes somos. Pero ahora tenemos algo más fuerte que todo eso: a ella. Nuestra hija será la luz que nos guíe, incluso en la guerra.
Selene, con lágrimas en los ojos, apoyó la cabeza en su pecho.
—Prométeme que siempre estaremos con ella, pase lo que pase.
Aiden la estrechó con fuerza, como si quisiera grabar esa promesa en sus huesos.
—Te lo juro por mi vida y por mi alma. Nunca la dejaremos sola.
Y así, los primeros días de Lyria pasaron entre aullidos de celebración, vigilias protectoras y noches de amor silencioso. La pequeña cachorra aún no lo sabía, pero ya era el centro del universo de todos.