La noche después del ritual aún estaba impregnada de magia. La manada dormía en calma, el eco de los aullidos aún vibraba en las montañas, como si la bendición de la Luna hubiera dejado una huella imposible de borrar. Selene mecía a Lyria contra su pecho, observando cómo la pequeña dormía con total inocencia, sin saber que ya cargaba con un destino inmenso sobre sus hombros diminutos.
Pero la paz nunca era eterna.
Aiden había salido a patrullar con varios guerreros, y aunque la seguridad era máxima, Selene no podía acallar la sensación de que algo los observaba. Era ese sexto sentido, esa vibración en los huesos que ningún lobo podía ignorar. Se levantó despacio, envolviendo a su hija en mantas, y caminó hacia la entrada de la cabaña. El viento olía extraño, como hierro húmedo y corteza podrida.
Un crujido entre los árboles hizo que sus ojos brillaran de un dorado intenso.
—Lo sabía… —murmuró, bajando la mirada a Lyria—. Nadie vendrá por ti, mi pequeña. Nadie.
De pronto, un aullido rasgó el silencio. No era el aullido de un hermano, sino de un intruso. Tres, cuatro… pronto fueron varios, resonando en la distancia. Lobos desconocidos rodeaban el territorio, probando los límites, atraídos por la noticia del nacimiento. La hija del Alfa era un tesoro, un símbolo… y un blanco.
Selene apretó a su hija contra su pecho y su respiración se volvió más profunda. Su lobo interior, fiero y salvaje, despertaba con una fuerza que jamás había sentido. Ya no era solo ella: la vida de su hija estaba ligada a la suya, y eso la convertía en un muro inquebrantable.
La puerta se abrió de golpe. Una sombra intentó cruzar, pero Selene no lo dudó. Transformó sus manos en garras en un parpadeo y lanzó un zarpazo que hizo que la figura chillara y retrocediera. Sus colmillos asomaron, su cuerpo temblaba, pero no de miedo, sino de furia pura.
—¡Conmigo no! —rugió, su voz resonando más fuerte de lo que jamás había hecho.
Afuera, los guerreros de la manada empezaron a aullar, repeliendo a los intrusos, pero el claro frente a la cabaña se llenaba de ojos brillando entre los árboles.
Selene bajó a Lyria a una cuna improvisada, hecha de madera firme y pieles, y la cubrió con cuidado. La niña gimió suavemente, como si sintiera la tensión. Selene acarició su rostro una última vez y, al incorporarse, dejó que la transformación se completara.
Su lobo emergió con un poder brutal. El pelaje negro azabache brilló con reflejos plateados bajo la luz de la luna, sus ojos dorados ardían como fuego, y su cuerpo irradiaba una fuerza que hasta ella desconocía.
Con un salto salió al claro, enfrentándose a los invasores. Eran cinco lobos, grandes, de una manada desconocida. Bufaban, enseñando colmillos, probando su terreno.
Uno dio un paso al frente, gruñendo con desafío.
—La cachorra de la Luna no les pertenece. Entregadla, o este suelo se teñirá de sangre.
El corazón de Selene latió con un estruendo que casi la hizo temblar, pero se mantuvo firme. Avanzó hasta quedar frente a ellos, el lomo erizado y los colmillos al descubierto.
—¡Nadie tocará a mi hija! —rugió, y su voz se mezcló con un aullido que partió el aire.
El impacto de su energía hizo que incluso los lobos rivales retrocedieran por un segundo. Era el rugido de una madre, un rugido que contenía la furia de la Luna misma.
El primero se lanzó contra ella. Selene esquivó con agilidad y hundió sus colmillos en su hombro, arrancando un gemido de dolor. Giró con fuerza y lo lanzó contra un árbol, dejando que el tronco crujiera bajo el peso.
Otro la embistió por el costado, pero Selene se levantó de inmediato y lo derribó con las patas traseras. Sus garras rasgaron la tierra, sus ojos ardían. No pensaba, no dudaba: era puro instinto, pura furia protectora.
Los demás empezaron a titubear. El aire vibraba con un poder extraño, como si la propia Luna la envolviera en un manto de fuerza.
Entonces, un aullido profundo retumbó en la distancia. Aiden y los guerreros llegaban, respondiendo al llamado. El Alfa entró en el claro con una fuerza demoledora, su pelaje plateado reluciendo como acero bajo la luna.
Los intrusos no tardaron en huir, sabiendo que estaban en clara desventaja.
Aiden corrió hacia Selene, transformándose de nuevo en humano. Ella jadeaba, cubierta de tierra y sangre, sus ojos aún brillando con rabia.
Él la sostuvo de los hombros, mirándola con sorpresa y orgullo.
—Selene… jamás te había visto así.
Ella, aún con el pecho agitado, le sostuvo la mirada y dijo con voz rota pero firme:
—No me importa quién sea, no me importa de dónde venga. Nadie tocará un pelo de mi hija. Nunca.
Aiden la abrazó con fuerza, enterrando su rostro en su cuello, y por primera vez sintió que la verdadera fuerza de la manada no era solo él como Alfa, sino la unión de ambos, y la furia de Selene como madre.
Dentro de la cabaña, Lyria dormía tranquila, ajena al caos, como si supiera que nada en el mundo podría atravesar el muro de amor y de furia que sus padres habían levantado a su alrededor.
a luna seguía alta, iluminando la escena con una claridad fría, como si quisiera ser testigo de lo que había ocurrido.
Aiden permanecía junto a Selene, que, aunque había vuelto a su forma humana, temblaba levemente por la descarga de energía que aún recorría su cuerpo. Sus ojos dorados tardaban en apagarse, como brasas que se resistían a morir.
—Selene… —murmuró Aiden, sujetándola con firmeza—. Hoy has demostrado lo que realmente eres: no solo mi compañera, no solo la madre de mi hija… eres la fuerza que hace invencible a esta manada.
Ella respiró hondo, buscando calma, pero todavía podía sentir el pulso de su lobo interior rugiendo en su pecho. Miró hacia la cabaña, hacia donde Lyria dormía en paz, y sus labios temblaron.
—Nunca había sentido algo así, Aiden. Era… como si la Luna hablara dentro de mí, como si me gritara que debía protegerla, aunque me costara la vida.