La Marca de la Luna

Capítulo 85 – La sombra que acecha

El aire había cambiado. Incluso los pájaros, que antes cantaban sin temor entre las copas, parecían ahora más cautelosos. El bosque respiraba con un silencio denso, como si algo invisible lo recorriera.

La manada lo sentía. Cada lobo, desde los más viejos hasta los más jóvenes, notaba el cosquilleo en la piel y el instinto de mirar siempre hacia los bordes del territorio. No era paranoia. Era la certeza animal de que alguien —o algo— se estaba acercando.

El consejo de guerra se reunió en la cabaña principal. La mesa central estaba cubierta de mapas, piedras que marcaban fronteras y señales que indicaban puntos de vigilancia. Aiden estaba de pie, apoyado en ambos puños sobre la mesa, con el ceño fruncido.

—Hemos encontrado huellas nuevas, —dijo uno de los exploradores—. Lobos que no pertenecen a ninguna manada vecina. Se mueven en grupos pequeños, calculando, observando.

Otro añadió:

—Y no solo eso. Hemos hallado cadáveres de ciervos sin sangre, cuerpos abandonados en los márgenes. No es caza común… es mensaje.

Un murmullo recorrió a los presentes. Selene estaba sentada a la derecha de Aiden, con Lyria en brazos. La niña dormía, ajena a la tensión, pero Selene mantenía los labios apretados, sus dedos acariciando instintivamente el pequeño mechón de cabello oscuro de su hija.

Aiden levantó la vista, su voz firme, grave.

—No es casualidad. Nos observan. Saben que nuestra Luna ha dado a luz. Saben que la descendencia de la bendición de la Luna está aquí.

Un silencio espeso cubrió la sala.

Selene se incorporó, con la mirada dura como el acero.

—Que lo sepan. Pero también sabrán esto: nadie tocará un pelo de mi hija.

Sus palabras resonaron con tal fuerza que hasta los guerreros más curtidos bajaron la cabeza, reconociendo el rugido de una madre loba.

Aiden posó una mano en su hombro, aprobando su determinación.

—Reforzaremos la guardia. Nadie saldrá solo. Las parejas y las patrullas se duplicarán. Y el entrenamiento será diario hasta que cada uno de nosotros pueda derribar a diez enemigos sin dudar.

Los golpes de puños contra la mesa fueron unánimes. La decisión estaba tomada.

Los días siguientes se convirtieron en un torbellino de preparación. Desde el amanecer hasta la noche, el claro retumbaba con choques de espadas, gruñidos, aullidos y cuerpos cayendo al suelo. Los más jóvenes corrían con troncos a la espalda, los guerreros practicaban combates reales hasta sangrar, y hasta las mujeres que no eran guerreras entrenaban con dagas para no ser presas fáciles.

Selene no se quedó atrás. Cada mañana entregaba a Lyria a la anciana curandera, que la arrullaba con cantos de Luna, y luego se unía al campo de batalla. Aiden la enfrentaba, pero también otros guerreros, sin piedad, exigiendo de ella el máximo. La madera de su espada se astillaba, sus músculos se llenaban de moretones, pero la rabia y el amor la empujaban.

Por las noches, cuando el cuerpo de Selene ardía de dolor, Aiden la sostenía entre sus brazos. Ella lloraba en silencio a veces, agotada, pero nunca por debilidad: lloraba porque cada día se sentía menos la niña marcada por la maldición, y más la loba que su hija necesitaba.

Una madrugada, un aullido desgarró el aire. Los centinelas lo respondieron de inmediato, y toda la manada salió de sus camas.

En el límite del bosque, más allá del río, luces rojas ardían entre los árboles. No eran antorchas normales: eran llamas de un fuego extraño, que crepitaba con un eco maligno.

Aiden gruñó, los ojos dorados brillando bajo la luna.

—Ya están aquí.

Selene abrazó a Lyria contra su pecho, sintiendo cómo el corazón de su hija latía tranquilo, sin saber del peligro que se cernía.

Un pensamiento atravesó su mente como un rayo: si querían a su hija, tendrían que arrancársela de las garras. Y para eso tendrían que matarla a ella primero.

La guerra ya no era una amenaza lejana. La guerra estaba a las puertas.




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