La Marca de la Luna

Capítulo 86 – Nadie tocará un pelo de mi hija

El cielo se teñía de rojo, no por la aurora, sino por el fuego extraño que iluminaba los bordes del bosque. El olor a humo y sangre vieja invadía los pulmones de todos, despertando instintos primarios en cada lobo de la manada. El aullido de alerta aún resonaba entre los árboles cuando los guerreros ya estaban armados, en formación, con los ojos ardiendo de furia.

Selene sostenía a Lyria con fuerza, y por un instante sintió miedo. No por ella, sino por esa pequeña vida que aún no conocía el horror del mundo. Lyria dormía, confiada, y ese detalle encendió en Selene un fuego mucho más poderoso que cualquier temor.

Se acercó a Aiden, que ya estaba en su forma de lobo, enorme, con el pelaje negro erizado y los colmillos descubiertos. El alfa la miró, y en sus ojos dorados había una mezcla de guerra y ternura.

—Quédate atrás, Selene. Protégete.

Ella negó con la cabeza, entregándole la niña a la curandera de la manada.

—No. Esta es mi lucha también. Nadie, Aiden, nadie va a tocar a mi hija.

El alfa soltó un gruñido que sonó a aprobación.

Los enemigos surgieron del bosque como sombras. Eran lobos oscuros, algunos deformados, con ojos rojos y un hedor nauseabundo. Había demasiados, una oleada que parecía interminable. Aiden rugió, y toda la manada lo siguió con un aullido ensordecedor que sacudió los cielos.

El choque fue brutal. Garras contra garras, colmillos desgarrando carne, cuerpos cayendo sobre la tierra húmeda. El sonido del metal chocando se mezclaba con gritos, gruñidos y el crujir de huesos.

Selene estaba en medio del campo, su espada brillando bajo la luna. Cada movimiento era instinto puro, cada golpe llevaba la fuerza de una madre dispuesta a matar por proteger a su hija. Derribó al primero que se lanzó contra ella, clavándole la hoja en el pecho. Luego giró, esquivando a otro, y con un rugido lo partió con un tajo que le abrió desde el hombro hasta el abdomen.

—¡Selene! —gritó Aiden, mientras tres enemigos la rodeaban.

Ella no necesitó ayuda. Con la agilidad de una loba salvaje, giró sobre sí misma, la espada silbando en el aire. Uno cayó, luego el segundo, y al tercero lo empujó contra el tronco de un árbol, atravesándole el cuello con la daga. Su respiración era agitada, el sudor y la sangre manchaban su piel, pero sus ojos brillaban con una luz feroz.

Era la Luna misma encarnada en una loba.

La batalla parecía no acabar. Por cada enemigo caído, dos más surgían de la oscuridad. El cansancio comenzaba a pesar en los guerreros, pero entonces un rugido atronador detuvo a todos.

Era Aiden, en su forma de alfa supremo, más imponente que nunca. Su cuerpo brillaba con una luz plateada, un reflejo directo de la Luna, y a su lado Selene brillaba también, como si la diosa misma los hubiera escogido como su lanza y su escudo.

—¡Por Lyria! —gritó Selene, levantando la espada.

Ese grito encendió a la manada entera. Los lobos aullaron, y la fuerza se renovó en cada uno de ellos. Se lanzaron con una ferocidad descomunal, rompiendo las líneas enemigas.

Selene se enfrentó al líder de los intrusos, un lobo monstruoso, más grande que cualquier otro, con cicatrices que marcaban su cuerpo. La lucha fue brutal. Colmillos contra acero, garras desgarrando la piel de Selene, su sangre mezclándose con el barro. Pero cada vez que sentía que sus fuerzas flaqueaban, recordaba el rostro de Lyria, su risa, su calor, y ese pensamiento la volvía invencible.

Con un grito desgarrador, hundió su espada en el corazón del enemigo, y este cayó con un rugido ahogado, desplomándose en la tierra.

El silencio que siguió fue sepulcral. Los enemigos restantes huyeron, aterrados por la furia de la loba que no se rendía. La manada, cubierta de heridas pero en pie, levantó la cabeza hacia la luna llena y aulló en victoria.

Cuando todo terminó, Selene cayó de rodillas. El dolor de las heridas ardía, pero una sonrisa quebró su rostro cuando la curandera se acercó con Lyria en brazos. La niña había dormido todo el tiempo, ajena al caos, como si la Luna la hubiera protegido.

Aiden, aún jadeando, volvió a su forma humana y abrazó a ambas con fuerza.

—Ganamos. Ya no habrá más amenazas.

Selene apoyó la frente en su pecho, las lágrimas cayendo sin contenerse.

—Lo logramos. Ella está a salvo.

La manada entera rodeó a sus líderes, inclinando la cabeza en respeto. No eran solo Aiden y Selene quienes habían vencido: era la fuerza de una familia, la unión de sangre, amor y luna.

Esa noche, bajo la luz plateada que bañaba el bosque, Selene supo que la promesa se había cumplido. Nadie tocaría jamás un pelo de su hija.




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