La más perfecta imperfección

La ausencia también hace ruido

El almuerzo en el colegio tenía ese aire de caos organizado que solo se puede describir como "jungla con bandejas". El patio era una mezcla de olor a tarta recalentada, gritos felices, carreras sin sentido y paquetes de galletitas abiertos de forma ilegal.

Lili y yo conseguimos un banco bajo un árbol, con sombra de calidad premium. Yo saqué mi vianda: empanadas frías (que igual amaba) y una manzana que probablemente no iba a comer. Lili tenía un sanguche gigante, envuelto en papel film como si fuera un regalo de cumpleaños.

—¿Sabías que las manzanas fueron la fruta prohibida? —dije, agitando la mía como quien da una clase de historia absurda.

—Sí, pero las empanadas son la fruta del paraíso —respondió ella, dándole un mordisco al sanguche que sonó como una declaración de principios.

Estábamos en eso cuando la vi. A Emma.

Estaba sentada en una de las mesas largas al costado del patio, con el equipo de vóley completo. Eran como ocho o nueve chicas, todas con sus buzos del colegio, algunas con rodilleras, otras con cintas en el pelo, y todas riéndose como si se acabara de contar el mejor chiste del universo.

Menos Emma.

Ella estaba en el centro de la mesa, como una reina silenciosa rodeada de cortesanas hiperactivas. Tenía el almuerzo delante —una ensalada que parecía más organizada que mi vida— y comía despacio, sin levantar la vista. Una de las chicas le dijo algo al oído, pero Emma solo asintió apenas, sin sonreír.

—¿La ves? —le dije a Lili, señalando con la mirada.

—¿A quién? ¿A la mapache de pelo corto?

—Exacto. Está rodeada de todo su equipo pero parece... no sé... como si estuviera sola.

Lili se acomodó el flequillo y la miró también.

—Porque lo está. Emma es su propio universo. No necesita decir nada para que la escuchen.

—¿Y por qué se junta con ellas si no habla?

—Porque es la capitana. Y las capitanas van al frente, aunque no hablen. Además, hay un código no escrito: si sos buena jugando, podés hacer lo que quieras. Hasta comer en silencio mientras el mundo arde.

La miré un rato más. No había nada extraño en sus movimientos. Cortaba la lechuga con calma, tomaba agua, limpiaba el borde del envase con una servilleta. Todo preciso. Todo contenido.

—¿Creés que se enojó por lo de la clase de Química?

—Emma no se enoja. Se apaga. Y cuando eso pasa... es peor.

Me quedé pensando en eso mientras pelaba la manzana con los dedos, solo para no sentirme tan detective emocional.

Emma terminó de comer y se levantó antes que las demás. Ni una palabra. Una de sus compañeras la llamó por su nombre completo (que no escuché bien), pero ella solo hizo un gesto leve con la mano, como un adiós flotante. Y se fue caminando hacia el gimnasio otra vez.

—¿A dónde va?

—Probablemente a entrenar. O a caminar en círculos mientras analiza el universo.

—¿No te da curiosidad?

—Me da miedo. Pero del bueno. Del que te hace mirar dos veces.

Volví a mirar el lugar donde había estado sentada. El resto del equipo seguía charlando, como si la ausencia no se notara. Pero para mí... sí se notaba. Como si Emma hubiera dejado un silencio atrás. Un espacio sin ruido pero con mucho significado.

Me terminé la manzana, que en realidad no estuvo tan mal, y me recosté un segundo en el banco, mirando el cielo entre las hojas del árbol.

—Hay gente que brilla con el ruido... —dije sin pensar.

—Y otra que brilla con el silencio —completó Lili, bajando la voz.

Nos quedamos un rato así, sin hablar. Y eso, entre nosotras, era raro.

El timbre sonó como un cachetazo a la calma. Hora de volver a clase.

Pero mientras me ponía la mochila al hombro, no podía dejar de pensar en la forma en que Emma se movía. Como si no tuviera nada que probar, pero igual dejara huella.

Y yo, que siempre me fijo en los detalles, ya sabía una cosa con seguridad: ese silencio iba a tener historia.

Lo que siguió después del almuerzo fue la típica maratón de clases que te deja el cerebro al dente.

Biología fue un festival de palabras largas. La profesora tenía una voz suave, como si todo fuera una canción de cuna científica, pero hablaba tan rápido que me sentí como si estuviera en una película con subtítulos mal sincronizados. Había dibujos de células por todos lados y en un momento alguien preguntó si el núcleo tenía sentimientos. No era broma. Fue real. Nadie supo si reír o anotar.

Educación Cívica arrancó con una definición de "ciudadanía" que ocupaba medio pizarrón. El profesor hablaba con las manos. En serio. Cada concepto era una coreografía distinta. Casi tiró una tiza al techo explicando los derechos individuales. Lo admiré.

Matemática, por otro lado, fue una experiencia cercana a la levitación espiritual. Me desconecté tanto que por un segundo vi a Pitágoras guiñarme un ojo desde el margen del cuaderno. El profe tenía una obsesión con los ángulos y decía cosas como "¡Sientan el vértice!" con una pasión que me dio miedo y ternura al mismo tiempo.



#5899 en Novela romántica

En el texto hay: amorjuvenil, secretos, voley

Editado: 11.07.2025

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