Una semana.
Siete días.
Ciento sesenta y ocho horas donde el mundo siguió girando…
y yo no me moví ni medio centímetro.
No fui al colegio.
No hablé con Lili.
No vi a Emma.
No abrí más que las cortinas y el cuaderno, y eso, solo para escribir palabras que no se entendían.
Me pasé los días en pijama, con el pelo hecho un nudo, tomando té frío que siempre dejaba a la mitad.
Papá decía que era por el golpe.
Mamá decía que era por el susto.
Pero yo sabía que no era por nada de eso.
Era por todo lo no dicho.
Por el grito que escuché y no sé de quién fue.
Por la verdad que me contaron demasiado tarde.
Por esa frase que me retumbaba cada vez que cerraba los ojos:
"Emma no merece que nadie la quiera."
Renata se había quedado conmigo toda la semana.
“Cuido enfermas profesionales y doy clases de memes terapéuticos”, me decía, mientras me cebaba mate cocido o me obligaba a mirar películas donde la protagonista siempre tenía más problemas que yo.
Dormía en un colchón al lado de mi cama, con su mochila abierta y una torre de ropa que parecía más una instalación artística que una valija desordenada.
Y a pesar de que estaba ahí, de que me acompañaba todo el día, no hablábamos de eso.
Hasta hoy.
Estábamos tiradas en el piso, con las piernas apoyadas sobre la cama y el techo mirándonos con cara de “¿van a hablar o no?”. Afuera llovía leve, como si también el clima estuviera en pausa.
Yo jugueteaba con la etiqueta de una botella vacía y, sin pensarlo demasiado, lo dije:
—No puedo dejar de pensar en Emma.
Renata no respondió enseguida.
Solo se incorporó un poco, apoyó los codos en sus rodillas, y me miró.
—¿Querés hablar de eso?
—No sé. O sí. O no sé cómo.
Ella asintió, como quien ya esperaba esa respuesta.
—¿Y qué es lo que pensás?
Me quedé en silencio unos segundos.
—Que me mintieron. Que me protegieron cuando no lo pedí. Que Emma hizo algo enorme y nadie lo dijo. Que Lili dijo eso de “no merece que nadie la quiera” y yo no sé si… si tiene razón. O si es solo su dolor hablando.
Renata respiró profundo.
—¿Y vos qué sentís? No lo que pensás. Lo que sentís.
—Que quiero saber. Todo. Lo que pasó. Lo que no se dijo. Por qué Emma fue la primera en correr. Por qué no me miraba antes. Por qué me cargó.
Y por qué siento que, desde que pasó eso… ya nada es como antes.
Renata se me acercó un poco.
—Entonces, si tenés tantas dudas… ¿por qué no hablás con ella?
Me quedé mirándola.
—¿Con Emma?
—Sí, Pili. Con Emma. Vos nunca la escuchaste. Solo escuchaste lo que otros te contaron de ella. Lo que Lili pensaba. Lo que yo vi. Lo que suponés. Pero nunca… lo que ella siente.
No respondí.
Porque tenía razón.
Renata no insistió. Solo me dio un codazo suave.
—Si querés saber, no te escondas. Hablá con ella. No a través de nadie. A vos. A ella. Punto.
Nos quedamos calladas, con el sonido de la lluvia llenando el espacio entre lo que yo ya sabía…
y lo que todavía no me animaba a hacer.
Pero en algún lugar dentro mío, algo se activó.
Una decisión.
Pequeña.
Pero firme.
Porque ya no quería que me contaran la historia de Emma.
Quería escucharla de su propia voz.
El día siguiente amaneció con olor a ropa planchada y decisiones.
Me levanté más temprano de lo normal. No porque tuviera muchas ganas, sino porque sentía algo en el pecho que no me dejaba dormir. Algo parecido al miedo, o tal vez a las ganas de hacer lo que hace días venía posponiendo.
Renata se despertó a los diez minutos, con cara de “¿hoy también hay colegio?” y voz de ultratumba.
—Hoy va a ser un día raro —le dije, mientras me ataba las zapatillas.
—Eso me lo decís desde que te conozco —respondió, sentándose en su colchón como un fantasma con rulos.
Nos preparamos en silencio.
Yo me peiné de verdad por primera vez en toda la semana.
Ella me miró como si me estuviera transformando en alguien con un plan.
Y tenía uno.
Hablar con Emma.
No sabía cómo. No sabía si ella quería. No sabía si me iba a escuchar.
Pero lo necesitaba.
Necesitaba saber.
Cuando llegamos al colegio, la escena fue muy distinta a lo que esperaba.
Ni bien cruzamos la puerta, una horda de estudiantes apareció como si me hubieran estado esperando.
—¡Pilar! —gritó alguien desde el fondo.
—¡La sobreviviente! —dijo otro, levantando una medialuna como si fuera una ofrenda.
—¡Estás vivaaa! —gritaron dos chicas del curso de adelante, corriendo a abrazarme.
Yo no entendía nada.
En segundos, estaba rodeada.
Alumnos de mi curso, de otros, incluso de grados más chicos.
Algunos me saludaban tímidos.
Otros directamente me pedían que les contara qué había sentido en el momento del impacto (“¿viste una luz?”, “¿soñaste con unicornios?”).
Una chica me mostró una historia de Instagram con una encuesta que decía:
“¿Quién gritó el NO?”
☑️ Emma
⬜ Violeta
⬜ Lili
⬜ Un alma del más allá
Renata se reía a carcajadas detrás mío.
—Esto es glorioso. Sos una leyenda urbana —decía, filmando en silencio para “tener material para el documental”.
—Basta… —murmuré, riéndome incómoda—. Quiero pasar. Solo quiero llegar a mi aula.
—¡¿Es verdad que Emma te cargó?! —preguntó alguien desde un costado.
—¿Y si fue una señal del destino? —dijo otra.
—¡Que se haga película!
Intenté salir del medio.
Pero el enjambre era insistente.
Alguien me trajo una tarjetita de “Bienvenida” con dibujos de pelotas y curitas.
Otra persona me ofreció una tarta casera “para el trauma”.
Y todo eso…
me alejó de Emma.
Porque mientras todos hablaban, preguntaban y reían, yo la buscaba con la mirada.