La más perfecta imperfección

Noche en familia

Las llaves sonaron secas al girar en la cerradura.
La puerta se abrió.
El aire del comedor me pareció más denso que nunca.

Entré sin decir nada.
Dejé la mochila al pie del sillón.
No me moví más.

Papá cerró la puerta con un golpe que no fue agresivo, pero sí rotundo.
Mamá caminó directo a la cocina. No por agua. No por café.
Sino porque necesitaba moverse, hacer algo con las manos antes de decir lo que estaba por decir.

Yo me quedé de pie.
En el medio del living.
Esperando.
Temblando por dentro.

Y entonces, explotaron.

Primero mi mamá.

—¿Qué fue eso, Pilar?

No lo gritó.
Pero fue peor.
Su voz sonaba dolida. Cortante. Como una bofetada que no usó las manos.

—¿Vos te das cuenta de lo que hiciste?

Papá cruzó los brazos.
Se apoyó contra la pared.
No hablaba, pero lo conocía: su silencio era mucho más fuerte que cualquier grito.

—Rompiste la nariz de una chica —siguió mamá—. ¡La golpeaste enfrente de todos!
¡¿Qué te pasó?!
¡¿Quién sos ahora?!

Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Pero no de tristeza.

De susto.

—Sos mi hija —murmuró—. Y no supe reconocerte hoy.

Yo sentí cómo se me cerraba la garganta.
Pero no lloré.

—¿Tenés algo para decir? —preguntó papá, por fin. Su voz sonó baja. Grave.

—Sí —dije—. Que me cansé.

Mamá frunció el ceño.

—¿Cansada de qué? ¿De tener que comportarte?

—De callarme.
De aguantar.
De fingir que todo está bien cuando no lo está.
De ver cómo a otras personas las pisotean y nadie dice nada.

Papá apretó la mandíbula.
Mamá me miró sin parpadear.

—No fue por Violeta nada más —continué—. Fue por todo lo que vino antes.
Y sí, me equivoqué. Y sí, sé que está mal.
Pero… ¿alguna vez sintieron que todo les explota adentro y no hay nadie mirando?

Mamá abrió la boca, pero no respondió.
Papá bajó la mirada por un instante.

—No soy violenta —agregué—. Pero tampoco soy de piedra.

El silencio se quedó un rato.

Largo.
Frío.
Inquieto.

Mamá se sentó en una de las sillas de la cocina.
Se tapó los ojos un segundo.
Papá caminó hasta mí y se quedó justo en frente.

—¿Te dolía tanto?

Asentí.
Y ahí sí, me quebré.

Las lágrimas salieron sin permiso.
Pero no por culpa.
Por alivio.

Porque por fin alguien me había preguntado cómo me sentía…
y no solo qué había hecho.

Papá me abrazó.
Fuerte.
Seco.
Como si tuviera miedo de hacerlo y no hacerlo al mismo tiempo.

—Vamos a hablar bien —dijo, acariciándome el cabello—. Pero primero… necesitabas esto, ¿no?

Yo no contesté.
Pero me hundí en su pecho.

Y por primera vez desde que todo había empezado…
sentí que estaba volviendo a casa.

Papá me sostuvo un poco más.
No con ternura exagerada.
Con esa firmeza que solo aparece cuando el mundo parece tambalearse.

Mamá se quedó en la silla de la cocina, como si el cuerpo se le hubiese apagado de golpe.
Tenía las manos entrelazadas en el regazo, los ojos húmedos, pero secos de lágrimas.

Me senté en el sillón sin que me lo pidieran.
Papá se sentó frente a mí.
Mamá vino con un vaso de agua. Lo dejó en la mesa sin decir nada.

—¿Querés contarnos todo? —dijo él, despacio—. Desde el principio. No lo que pasó hoy.
Lo que venís guardando.

Me quedé mirando mis manos.
Temblaban un poco todavía.

—No sé por dónde empezar —admití.

—Donde más te duela —dijo mamá, en voz baja—. A veces ese es el lugar justo.

Tragué saliva.

—Creo que me sentí sola… desde el día uno.
Me hicieron sentir que tenía que elegir un bando, y yo ni siquiera entendía el juego.

—¿Te pasó algo más? —preguntó papá.

Asentí.
Y ahí empecé a hablar.

Les conté sobre Lili.
Sobre Violeta.
Sobre las indirectas, los comentarios, las miradas.
Sobre el partido.
Sobre el desmayo.
Sobre Emma.

Mamá alzó una ceja.

—¿Emma?

—La chica por la que todos preguntaban —aclaré—. La que nadie conoce realmente.

No les conté todo.
Pero sí lo suficiente.

Lo suficiente para que entendieran que lo de hoy no fue un arrebato.
Fue una acumulación.
Una olla a presión que ya no dio más.

Papá se frotó la frente.
Mamá suspiró.
Ambos parecían más tristes que enojados ahora.

—Podrías habérnoslo dicho —dijo ella.

—No sabía cómo —confesé.

Papá se inclinó hacia adelante.

—¿Y ahora?

—Ahora... —dudé un momento—. Quiero arreglar lo que se pueda. Pero no me arrepiento de haber explotado.
Solo me arrepiento de no haberlo hecho antes… pero con palabras.

Mamá me miró fijo.
No con juicio.
Con ternura.

—No estás sola, Pili.

—No lo parecía —le dije, sin filtro.

—No somos perfectos —dijo papá—. Pero te amamos.
Y vamos a estar. Aunque la cagues. Aunque te equivoques. Aunque no sepas cómo pedir ayuda.

Yo bajé la cabeza.
Las lágrimas volvían a acumularse.
Pero esta vez eran otras.
Más limpias.

—¿Puedo quedarme en casa estos días? Sin que parezca un castigo. Solo... para estar tranquila.

—Claro que sí —dijo mamá.

—Pero... nada de quedarte en la cama todo el día —agregó papá, con una sonrisa leve—. Vas a escribir, leer, pensar. Y cuando quieras, nos hablás.

—¿Y si no quiero hablar?

—Entonces escuchamos tu silencio —dijo mamá—. Pero lo hacemos juntos.

Hubo un silencio.

Pero de esos que no pesan.
De los que se quedan flotando entre los cuerpos, como si fueran una frazada compartida.

Mamá me miraba con expresión suave, más relajada ahora que sabía lo que dolía.
Papá se paró para ir a buscar algo en la cocina.
Y entonces, sin ninguna preparación, sin filtro y con ese tono que mezcla malicia con ternura, mamá disparó:



#5940 en Novela romántica

En el texto hay: amorjuvenil, secretos, voley

Editado: 11.07.2025

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