Las últimas horas de clase se arrastraban como babosas con resaca.
Nadie estaba prestando atención. Ni el profe de física, que explicaba con la voz monótona de quien ya renunció a que alguien lo escuche. Ni nosotros, que solo mirábamos el reloj como si nos debiera plata.
Lili dibujaba en su carpeta un mapa conceptual titulado:
"Ir o no ir a la reunión en la cancha: un dilema adolescente"
con flechas que apuntaban a cosas como “ansiedad social”, “curiosidad emocional”, y “¿qué me pongo si me pongo nerviosa?”.
—Me estoy empezando a arrepentir de haber dicho “obvio” —murmuró ella, pasándome el papel.
—¿Por qué? —pregunté, aún mirando al frente pero sin ver nada.
—No sé. Porque de repente siento que tengo que decir algo interesante, o sentir algo fuerte, o... no sé. Ser valiente.
Renata, desde atrás, interrumpió:
—¿Y si vamos solo a mirar? Tipo… si vemos que es puro abrazo grupal y canciones de autoayuda, nos escapamos con excusas.
—¿Qué excusas?
—Le decimos a Flor que tenemos que cuidar una planta. O que nos esperan en el patio con una tortuga herida. No sé, algo creíble.
Me reí en silencio, pero en el fondo también tenía esa puntita de nervio. Porque, de verdad, ¿qué era esa reunión?
¿Era solo un espacio para estar? ¿O iba a ser un espejo frente a todos?
El timbre final de la jornada sonó como una liberación masiva. El aula se vació rápido. Pero nosotras tres nos quedamos sentadas un minuto más, como si el suelo se hubiera vuelto cemento bajo nuestros pies.
—¿Quién es Flor, en serio? —pregunté, en voz baja, mirando a Lili—. Digo… vos la conocés más.
Lili se quedó callada. Se ató el pelo con una gomita que sacó de la muñeca y apoyó los codos en el banco.
—La conocí por el equipo, obvio. Siempre fue buena. De esas que te saludan aunque no te conozcan. Que te esperan si te quedás atrás en la entrada en calor, que te preguntan si te duele algo aunque no sean las capitanas.
Pero no es solo eso.
Se quedó pensando un poco.
—Flor… Flor es la que se queda después del entrenamiento a hablar con la que tuvo un mal día. La que le lleva agua a la suplente aunque no haya entrado en todo el partido.
La que canta fuerte en los viajes, y que te abraza sin preguntarte nada si te ve triste. No es popular. No es líder. No es la más hábil. Pero cuando está, todo se siente menos hostil.
Renata la miró, genuinamente impresionada.
—Che… te gusta, ¿no?
—¡No! —saltó Lili, roja como un semáforo—. Bueno… un poco. Pero no sé si así. Es que… es como un lugar seguro con patas.
Yo no dije nada, pero entendí perfectamente. Porque eso mismo sentía yo cuando Emma me miraba con esa mezcla de miedo y ternura. Como si, solo por un momento, todo fuera soportable.
—Entonces vamos —dije.
—¿Seguras? —preguntó Renata, que ya estaba armando una lista mental de excusas posibles.
—No —respondimos las dos al mismo tiempo.
Y nos reímos.
Salimos del aula con pasos lentos, como si camináramos por una cuerda floja emocional. El sol de la tarde pegaba en los pasillos, los ruidos del colegio se apagaban poco a poco, y entre mochilas arrastradas y profes que cerraban aulas, nosotras íbamos directo hacia la cancha.
Cuando doblamos el pasillo que da a la cancha, lo primero que sentimos fue el ¡pum pum! de un parlante al palo que parecía querer movernos los órganos internos.
—¡Quién se ha tomado todo el vinooo! —gritaba alguien desde el otro lado, mientras los graves hacían vibrar las ventanas.
—Ah, esto no es una reunión… es un bailazo —murmuró Renata, frenando en seco.
—Es una reunión con identidad nacional —corrigió Lili, sonriendo, y siguió caminando.
La cancha de cemento estaba transformada. No había bancos ni sillas, pero el ambiente tenía algo cálido. Como un picnic improvisado entre valientes. En una esquina, una manta extendida con un par de tuppers gigantes, botellas de jugo y vasos de plástico. Cerca, tres chicas del equipo acomodaban pelotas de vóley en fila, como si fueran parte de una coreografía.
Flor estaba en el centro, girando como trompo, repartiendo indicaciones y sonrisas. Su vincha de tela volaba un poco con cada paso y sus rulos parecían moverse al ritmo de La Mona.
—¡Pilar! ¡Lili! ¡Renata! —nos gritó en cuanto nos vio, agitando los brazos como si llegaran invitadas especiales a un casamiento.
Nos acercamos con algo entre timidez y curiosidad. El volumen bajó un poco gracias a alguien que tenía piedad de nuestros tímpanos.
Flor se nos plantó enfrente, sonriendo como siempre.
—¡Sabía que iban a venir!
Lili le sonrió, un poco roja. Renata levantó una ceja como diciendo "aquí estoy pero no me comprometo emocionalmente". Yo asentí en silencio.
—Bienvenidas a “la reunión más desorganizada pero más honesta del mundo” —dijo Flor, abriendo los brazos—. Hay comida, hay música, y hay libertad para ser lo que quieran ser. ¡O para quedarse calladas también!