(Flashback – El Primer Asesinato)
El silencio de la habitación era abrumador, interrumpido solo por el goteo rítmico de un grifo mal cerrado.
Gota. Gota. Gota.
Cada sonido rebotaba en las paredes como un eco que se expandía por la mente de Clarens, mezclándose con los latidos pausados de su propio corazón.
No había gritos. No había súplicas.
Sólo el cuerpo de Matthias tendido en el suelo.
Clarens se quedó quieto, observando la escena como un artista contemplando su obra. La sangre formaba patrones irregulares en el suelo de madera, una tinta oscura y espesa que contrastaba con la palidez de la piel de Matthias.
No era la primera vez que imaginaba este momento.
Pero era la primera vez que lo vivía.
Y no sentía nada.
Los recuerdos de su infancia eran fragmentos de una historia que él nunca había querido contar.
Un niño de siete años, de pie en la oscuridad, con las manos temblorosas.
Un padre que no perdonaba errores.
Una madre que callaba.
Y el dolor.
El dolor que se convirtió en rutina, en un castigo diario que él debía aceptar sin quejarse. Porque los débiles lloran. Y su padre le había enseñado que él no podía permitirse ser débil.
Así que aprendió.
Aprendió a sonreír cuando sentía miedo.
Aprendió a callar cuando lo golpeaban.
Aprendió a fingir que nada le dolía.
Y con los años, su cuerpo dejó de temblar.
Pero la ira nunca desapareció.
Había seguido a Matthias durante semanas.
Un profesor universitario, de vida tranquila, sin demasiados vínculos personales. Alguien que no levantaría sospechas si un día desaparecía.
Clarens lo observaba desde la distancia, analizando cada uno de sus movimientos. Sabía a qué hora salía de su oficina, qué ruta tomaba para volver a casa, cuántas veces se detenía en el camino.
Las personas se vuelven predecibles cuando creen que nadie las está mirando.
Y Matthias no tenía razones para sentirse observado.
La noche del asesinato, Clarens esperó pacientemente en una esquina oscura, con el rostro envuelto en sombras. Había elegido el lugar perfecto: un callejón angosto, donde el eco de la ciudad se difuminaba y los pasos resonaban como latidos en la oscuridad.
Cuando Matthias apareció, todo sucedió con rapidez.
Clarens se acercó con la calma de alguien que simplemente iba en la misma dirección. Sus pasos sincronizados con los del profesor. El momento perfecto.
Y cuando Matthias se percató de su presencia, ya era demasiado tarde.
Clarens no pronunció palabra.
El cuchillo brilló un instante bajo la tenue luz de un farol antes de hundirse en la carne con precisión quirúrgica.
Un sonido húmedo, seguido de un jadeo entrecortado.
Los ojos de Matthias se abrieron con terror mientras intentaba gritar, pero la segunda puñalada llegó antes de que el sonido escapara de sus labios.
Clarens sintió cómo el cuerpo de Matthias perdía fuerza en cuestión de segundos. Una vida apagándose entre sus manos.
No había rabia en su rostro.
Solo concentración.
Un acto meticulosamente ejecutado.
La tercera puñalada fue innecesaria, pero Clarens la disfrutó.
Y entonces, el silencio.
El único sonido era su respiración pausada, acompasada, estable.
Había esperado sentir algo diferente. Un vacío, tal vez. Arrepentimiento.
Pero lo único que sintió fue paz.
No tenía prisa.
Clarens había estudiado cada detalle. No había cámaras en esa calle, y Matthias no tenía familia cercana.
Caminó alrededor del cuerpo con la tranquilidad de un médico examinando un paciente.
Tomó su cuchillo con cuidado y lo limpió con la camisa del profesor. No podía dejar rastros.
Respiró hondo y observó sus manos. Todavía estaban manchadas.
Miró alrededor, asegurándose de que nadie estuviera cerca, y luego deslizó los dedos sobre la pared, dejando una mancha carmesí en el concreto.
Un detalle. Un pequeño juego.
Porque, en el fondo, quería que lo buscaran.
Quería que alguien notara lo que había hecho.
Pero también sabía que nadie lo encontraría.
No todavía.
Esa noche, cuando llegó a su apartamento, no sintió la necesidad de correr al baño a lavarse las manos. No sintió repulsión, ni asco.
Se desvistió con calma, doblando su camisa con el mismo cuidado de siempre. Encendió la radio y dejó que la música clásica llenara el espacio.
Sirvió una copa de vino y se sentó frente a la ventana, observando la ciudad.
Las luces parpadeaban en la distancia.
Las sirenas resonaban a lo lejos.
Pero ninguna venía por él.
Sonrió.
Porque había ganado.
Y al día siguiente, cuando se miró en el espejo antes de salir de su apartamento, su sonrisa era más real que nunca.
La máscara ya no era solo una herramienta.
Era él.