Una semana después
Clarens condujo durante horas, atravesando pueblos silentes y campos donde la niebla parecía haberse instalado de forma permanente. La fotografía que había encontrado seguía guardada en su chaqueta, como una espina. Cada vez que pensaba olvidarla, el rostro del niño volvía a su mente.
La frase escrita detrás lo carcomía: "El ciclo no empieza contigo. Ni termina contigo."
A su lado, Miller repasaba un archivo digital que había recuperado de los restos de Saint Delphine. Un nombre había surgido entre los fragmentos reconstruidos: "Residencia Ashford", un orfanato clausurado a las afueras de la ciudad, vinculado con adopciones ilegales hace más de veinte años.
—Aster estuvo allí —murmuró Miller.
—Voss también. O al menos alguien que trabajaba para él —respondió Clarens, sin apartar los ojos de la carretera.
Cuando llegaron, solo quedaban ruinas. Muros grafiteados, muebles rotos, archivos quemados en una hoguera antigua. Pero en el sótano encontraron lo que buscaban: una lista.
Nombres de niños. Fechas. Fotografías. Clarens pasó página tras página hasta detenerse en una.
Nombre: D. Clarens Estado: Activo Observaciones: Reasignado al proyecto primario.
Clarens se quedó en silencio. Miller, a su lado, respiraba con dificultad.
—Entonces es cierto...
Clarens asintió.
—Siempre lo supe. Solo necesitaba que alguien lo escribiera.
Detrás de la hoja, un símbolo familiar. Un espiral. Y al pie, un mensaje a mano:
"Si llegaste hasta aquí, ya sabes que no puedes detenerte."
La lluvia comenzó a caer afuera. Y con ella, la certeza de que el ciclo apenas comenzaba a mostrarse en su verdadera forma.
La lluvia caía con fuerza mientras Clarens y Miller recorrían los pasillos húmedos del orfanato Ashford. Las linternas apenas iluminaban los grafitis y las puertas descolgadas. Sin embargo, más allá del deterioro, la estructura parecía susurrar verdades que nadie había querido escuchar.
En una oficina del fondo, medio sepultada por vigas y escombros, Clarens encontró una caja de metal oxidado. Dentro, carpetas protegidas con fundas plásticas y notas escritas a mano con una caligrafía firme: la de Aster.
—¿Esto es suyo? —preguntó Miller, revisando una hoja amarillenta.
Clarens asintió.
—Son los informes paralelos. Lo que Aster no le entregó nunca a Voss.
Los documentos revelaban lo impensable: Aster había sido enviada por un grupo de vigilancia internacional para infiltrarse en los círculos de experimentación cognitiva avanzada. Había logrado acercarse a Voss sin que él supiera su verdadera identidad.
En los márgenes de cada hoja, Aster escribió observaciones personales. Una en particular detuvo a Clarens:
"El niño D. Clarens no muestra tendencias violentas como predijo el modelo. Ha desarrollado vínculos. Siente. Recuerda. Si alguien sobrevive esto con su alma intacta, será él. Pero no puedo quedarme más tiempo..."
Miller encontró una cinta de audio, cubierta con una etiqueta: “Última entrada de Aster – Confesión”. La insertó en un viejo grabador portátil que aún funcionaba.
La voz de Aster sonaba más joven, pero firme:
—Voss está perdido en su teoría. Cree que puede rediseñar la conciencia. Cree que el dolor puede convertirnos en algo más fuerte. Pero se equivoca. Lo que el dolor crea... es silencio. Y miedo. Y personas como Daniel. Como Miller. Ellos no son errores. Son pruebas vivientes de que el alma puede resistir. Si alguien escucha esto... ayúdenlos a recordar que no fueron creados para destruir. Sino para sobrevivir.
Clarens cerró los ojos. Por fin, las piezas encajaban. Él no era el experimento perfecto. Era el sobreviviente. Aster había intentado protegerlo desde dentro. Había sembrado esta última pista para que, llegado el momento, él supiera quién era.
Miller le puso una mano en el hombro.
—Entonces... ¿termina aquí?
Clarens asintió lentamente.
—Para mí, sí.
Salieron del orfanato mientras el amanecer comenzaba a asomar entre las nubes. Clarens miró una última vez el edificio y, por primera vez en mucho tiempo, su mente no gritaba.
Lo entendía todo. Y aunque las heridas seguían allí, la oscuridad ya no mandaba.
La ciudad volvía a su ritmo habitual. Clarens se había instalado en un pequeño apartamento al norte, lejos del bullicio, donde podía levantarse sin sobresaltos y preparar su café sin que el peso de la sangre le temblara en las manos. Había comenzado a escribir, no un informe ni un diario, sino recuerdos. Fragmentos de su historia, para no olvidarla… ni repetirla.
Miller, en cambio, había vuelto a su oficina de análisis forense. Se había sumergido en rutinas, informes, y largas caminatas nocturnas que no lo llevaban a ninguna parte.
Pero había algo que no lo dejaba en paz.
Cada vez que leía los informes de los casos antiguos, cada vez que repasaba lo que había vivido en el hospital, algo lo golpeaba con fuerza: no había pruebas de sus propios crímenes. Ninguna.
Y sin embargo… la culpa seguía ahí.
Miraba sus manos frente al espejo, buscaba rastros en su pasado, analizaba cada recuerdo.
—¿Y si fui parte de todo esto más de lo que quiero aceptar? —se preguntó una noche, en voz baja, mirando su reflejo—. ¿Y si Aster se equivocó?
Comenzó a dudar. A preguntarse si su conciencia había sido también manipulada. Si los vacíos en su mente eran protección… o encubrimiento.
Encontró un mensaje en su correo personal, sin remitente:
"A veces, el asesino es el que no recuerda el arma."
Miller lo leyó una y otra vez. Y no pudo dormir esa noche.
La guerra contra Voss había terminado. Pero ahora comenzaba otra: la de aceptar lo que uno fue… o lo que pudo haber sido.