La Máscara Perfecta

Capítulo 58: El Verano de la Bestia

El calor había regresado a la ciudad como una lengua de fuego. Era verano. Las escuelas cerradas, las plazas llenas de niños corriendo entre fuentes, el aire impregnado de helado derretido y gasolina tibia. Todo parecía flotar en una quietud somnolienta, como si el mundo estuviera de vacaciones.

Clarens caminaba entre la multitud con una camisa clara, gafas oscuras, una sonrisa amable. El tipo de hombre que podría ayudarte a encontrar una dirección. Que cargaría bolsas pesadas por una anciana. Que dejaría pasar primero a una familia en la fila del supermercado.

Nadie sabía lo que había bajo esa piel.

Y él lo sabía. Lo celebraba.

El calor no le molestaba. Era una distracción. Le gustaba observar cómo la gente bajaba la guardia, cómo se quitaban las capas, se abrían, reían fuerte. Se volvián vulnerables.

—El verano es para los desprevenidos —se decía a sí mismo, mientras saboreaba su café frío en una terraza.

A veces, pensaba en Miller. En sus dudas, sus silencios. Clarens no los compartía. Él no tenía miedo. Nunca lo tuvo. Ni de la oscuridad, ni del pasado, ni de lo que podía ser. Esa otra cara que comenzaba a asomar en los reflejos, en los momentos de silencio, no lo aterraba. Le fascinaba.

Recordaba la sensación exacta: el pulso lento, el pensamiento claro, el control absoluto. No era un monstruo. Era una versión perfeccionada de sí mismo. Una criatura hecha para sobrevivir. Para actuar sin culpa. Para limpiar el mundo de sus mentiras.

Caminaba por el parque, observando a la gente. Padres distraídos. Parejas acaloradas. Jóvenes con los ojos perdidos en pantallas. Todos con el cuello expuesto. Todos creyendo estar a salvo.

En el fondo de su bolsillo, guardaba una navaja.

No porque pensara usarla.

Solo porque le gustaba recordar que podía.

Pasó junto a una mujer que hablaba sola por teléfono. Su voz chillona, su risa forzada. Clarens sintió un leve temblor de placer. Una corriente breve de tensión en la espalda. Era ese instante. Ese cruce de caminos entre impulso y decisión. Entre idea y acto.

Pero no hizo nada.

No porque no pudiera. Sino porque todavía no era el momento.

A veces, al final del día, se miraba al espejo y decía su nombre en voz alta. Luego, probaba otros nombres. Distintos. Falsos. Antiguos. Uno de ellos lo hacía sonreír sin saber por qué.

Ese era el verdadero.

Y en ese verano ardiente, entre las carcajadas y los ventiladores oxidados, Clarens supo que no había terminado.

La bestia había aprendido a caminar con elegancia.

Las noches de verano tenían otro ritmo. Más lentas. Más permisivas. Las ventanas abiertas dejaban entrar las voces de la calle: risas, música lejana, el sonido metálico de una bicicleta en el asfalto. Clarens solía quedarse despierto hasta tarde, caminando por su apartamento a oscuras, descalzo, como un huésped en su propia vida.

Esa noche, desde su balcón, observaba el edificio de enfrente. Las luces se encendían y apagaban como un código. Cortinas que se abrían. Gente que pasaba frente a las ventanas sin saber que estaban siendo observadas. No con intención. Con interés. Con precisión.

Había empezado un pequeño juego: imaginar qué haría si cruzara la calle. Si subiera al quinto piso. Si llamara a la puerta del apartamento 5B. Una pareja joven vivía allí. Discutían a menudo. El hombre tenía la voz áspera, la mujer se tapaba la cara cuando lloraba.

Clarens ya había memorizado los horarios. Las rutinas. Sabía a qué hora él salía a trabajar. A qué hora ella abría las ventanas. Qué días recibían pedidos a domicilio.

No porque pensara hacer algo.

Solo por costumbre.

Le gustaba sentir que podía. Que su mente aún funcionaba con esa precisión letal que tantos temían. Que el filo seguía allí, aunque guardado. Que su sombra no se había disipado… solo aprendido a camuflarse.

Recordó una frase de Voss, anotada años atrás en los márgenes de un informe:

"El verdadero depredador no ruge. Respira contigo."

Clarens cerró los ojos. Y sonrió.

Más tarde, en la cama, escuchó pasos en el pasillo. Reales. Pesados. Deteniéndose frente a su puerta. El pomo giró. Una vuelta. Dos. Silencio. Luego, el sonido de una llave que no encajaba.

No se levantó. No se asustó.

Solo esperó.

El visitante se fue.

Minutos después, un sobre fue deslizado bajo la puerta. Clarens se levantó sin apuro. Lo recogió. Dentro, una nota:

“A veces, la máscara no basta. A veces, debes recordarnos quién eres.”

No había firma. Pero la letra era limpia. Segura. Familiar.

Clarens guardó el sobre en su escritorio. No lo quemó. No lo rompió.

Lo entendía.

La bestia aún tenía admiradores.

Y el verano… aún no había terminado.

Los días pasaban con una tranquilidad engañosa. Clarens se movía entre la gente como una hoja entre la brisa. Invisible. Ligero. Cortante si era necesario.

Tenía una nueva rutina.

Cada mañana tomaba el mismo autobús hacia el centro, se sentaba en la parte trasera y observaba. No con intención maliciosa, sino con el puro placer de ver sin ser visto. Aprendía. Los gestos. Las miradas. Las tensiones escondidas bajo las palabras. Nadie notaba al hombre de la camisa clara y los ojos serenos que parecía dormitar junto a la ventana.

Una tarde, se fijó en un niño. Tendría unos diez años. Estaba solo, de pie junto a una parada de autobús, sosteniendo una mochila que parecía demasiado grande para su cuerpo. Clarens bajó del vehículo una cuadra más adelante y caminó de regreso.

No dijo nada. Solo se detuvo del otro lado de la calle. Observó.

El niño jugaba con un llavero, impaciente. Clarens reconoció el gesto: ansiedad disfrazada de distracción. Finalmente, una mujer apareció, apurada, el teléfono en la mano. El niño corrió hacia ella. Se marcharon.




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