La Máscara Perfecta

Capítulo 59: Nuevos Inquilinos

El calor del verano se volvía pegajoso. Las paredes del edificio transpiraban humedad y rabia contenida. Las ventanas abiertas no dejaban entrar alivio, sino el zumbido constante de las calles y los gritos apagados que venían, una y otra vez, del apartamento 4C.

Clarens ya no necesitaba registrar los movimientos. Los sentía. Cada golpe, cada risa demasiado alta, cada portazo tenía un patrón. Y en medio de todo, los silencios.

Los silencios eran peores.

El perro, al que nadie parecía pasear, aullaba a veces en la madrugada. Un sonido largo, agudo, casi humano. Las luces del pasillo parpadeaban. A veces, Clarens creía ver sombras más largas de lo normal moverse detrás de las cortinas.

Una noche, desde su cocina, escuchó una conversación entre los nuevos vecinos. Estaban en el pasillo. Susurraban. Una voz femenina, ronca, decía:

—Él ya sabe quiénes somos.

Y otra, más profunda, respondió:

—Eso no cambia nada. Solo lo hace más divertido.

Clarens cerró el grifo con calma. Encendió una vela, más por costumbre que por necesidad. La tensión no lo asustaba. Lo alimentaba. Sentía cómo lo afilaba, lo devolvía a su estado más puro.

Al día siguiente, encontró una caja frente a su puerta. Pequeña, de cartón reciclado. Dentro, una única cosa: un espejo roto. Y en uno de los fragmentos, escrito con marcador negro:

"¿De qué lado estás mirando?"

Clarens sostuvo el fragmento con los dedos, observando su reflejo partido. Luego, lo guardó cuidadosamente en su escritorio, junto a la nota del verano:

“A veces, la máscara no basta…”

No se trataba solo de caos. Ni de juventud rebelde. Aquellas personas habían traído algo más con ellos. Algo que olía a ritual, a advertencia, a prueba.

Esa noche, en su sueño, el edificio ardía.

Pero él estaba de pie entre las llamas, y sonreía.

Porque finalmente, se sentía vivo.

El verano seguía pegado a la piel como una tela húmeda, y el edificio entero parecía transpirar bajo su propio techo. El calor no solo subía desde el asfalto; también se acumulaba en las paredes, entre las costuras invisibles del vecindario, donde los secretos empezaban a fermentar.

Clarens había pasado las últimas noches observando. Pero ahora, había empezado a actuar. Con movimientos mínimos. Calculados.

Cambió su horario de salida. Encendía luces a destiempo. Dejó la puerta entreabierta un instante más de lo necesario cuando salía, lo suficiente para que cualquiera al otro lado la notara. Dejó objetos en el pasillo sin explicación aparente: una taza de café aún humeante, una revista vieja abierta por una página específica, una foto borrosa deslizándose desde debajo de su felpudo.

No era provocación. Era estudio. Cada reacción contaba. Cada silencio, una respuesta.

Los vecinos del 4C se mantenían ruidosos, pero no torpes. Y eso, más que cualquier grito o música fuerte, fue lo que empezó a incomodarlo. Había inteligencia detrás del caos. No improvisaban, aunque lo pareciera. Había intenciones ocultas en cada portazo, en cada risa ahogada detrás de la puerta.

El perro era la clave.

No ladraba como los demás. No actuaba como uno cualquiera. Había una conciencia extraña en su mirada. Clarens lo había sentido. Era un observador como él. Y no se dejaba distraer.

A veces, Clarens se quedaba quieto en el pasillo cuando sabía que alguno de ellos estaba detrás de la puerta, al otro lado. No hablaban. No se movían. Pero se sentían. Como presencias acechando sin atreverse aún a entrar.

Él había jugado ese juego antes. En lugares más oscuros. Con reglas menos sutiles. Pero ahora… ahora era distinto.

Ahora, algo le decía que lo observaban de un modo más profundo. No por lo que hacía. Sino por lo que era.

Y eso lo inquietaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

No había sobres. No había mensajes. Solo la sensación, creciente, de que alguien sabía más de lo que mostraba. Que alguien esperaba que él reaccionara.

En su escritorio, había comenzado a dibujar sin darse cuenta. Figuras entrelazadas. Espirales. Un patrón que no entendía pero que no podía dejar de trazar.

Lo peor no era que lo miraran. Lo peor era que querían verlo actuar.

Y él… empezaba a tener deseos de responder.

No por miedo. Sino por instinto.

La madrugada llegó con un silencio espeso, casi ominoso. Clarens estaba despierto, la luz tenue de su escritorio proyectando una sombra larga sobre la pared. Frente a él, una carpeta abierta, documentos esparcidos en orden meticuloso: nombres, fechas de nacimiento, registros policiales, informes médicos.

Los expedientes de los nuevos inquilinos del 4C.

Había conseguido acceso con métodos que no necesitaban ser explicados. Un correo olvidado aquí, un contacto bien elegido allá. Bastó con paciencia. Y precisión.

Tres nombres.

Los documentos revelaban más de lo que esperaba. No eran simples alborotadores. Había conexiones sueltas con grupos disueltos, con clínicas cerradas por irregularidades. Uno de ellos tenía un historial psiquiátrico sellado por orden judicial. Otro, un historial de desapariciones en zonas rurales. La mujer no figuraba como ciudadana en ninguna base oficial, como si hubiera sido borrada o nunca registrada del todo.

Clarens pasó el dedo sobre sus fotografías. No lo hacía con desprecio. Lo hacía como quien evalúa una herramienta. Cada rostro representaba un desequilibrio distinto. Un nivel de amenaza.

Y sin embargo, mientras observaba esos rostros, una pregunta se coló como un susurro: ¿Quién está dejando los sobres?

Voss estaba muerto. Eso era un hecho. Lo había visto arder, colapsar, desaparecer. Pero alguien conocía sus gestos. Su forma de escribir. Su manera de empujar desde las sombras.

Clarens se levantó, cruzó el apartamento en silencio, abrió el cajón más profundo de su mueble, y sacó el primer sobre que había recibido. Lo comparó con el segundo. Y el tercero. Las curvas de la tinta, la presión de cada trazo, el tipo de papel… eran diferentes. Sutiles, pero distintas.




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