Mi mamá está muerta, y no, no estoy llorando. Tampoco me siento triste. Ni siquiera me siento melancólica. No es que no la quisiera, la quiero, como quiero a mi gato Serafín. Quizás un poco menos. Pero el hecho de que no llore o me sienta triste por su muerte se debe a que mi madre y yo éramos prácticamente desconocidas. Para ella era como un perro callejero que lo tenía a su lado por compasión o quizás porque no podía deshacerse de mí, ya que compartía la sangre del hombre que amaba.
La razón por la que estoy segura de que ella no sentía amor hacia mí. Es porque mi madre nunca me dio un abrazo ni me dijo que me quería. En mis 17 años de vida nunca me dirigió una palabra de amor. Éramos más como compañeras de habitación que solo compartían palabras de cordialidad. Ella no se metía en mis asuntos, ni yo me metía en los suyos. Me conformaba solo recibiendo lo esencial: ropa, comida y dinero.
Eso era lo único que necesitaba de mi madre, y lo único que ella me ofrecía. Nunca asistió a ninguna reunión de padres, ni a los eventos escolares, nunca me felicitó por mis buenas notas, ni tampoco me reprendió cuando empecé a fumar. Olvídate de celebrar mis cumpleaños, incluso los suyos pasaban como si fueran cualquier otro día.
Esa era el tipo de relación que teníamos. Y no, no me sentía herida.
No es que no hubiera intentado acercarme a ella, pero por más que lo intenté, ella se alejaba de mí como si tuviera piojos o fuese un monstruo. Así que simplemente dejé de intentar enmendar nuestra relación. Tal vez, de no ser por la calidez que recibí de mi nana, mi personalidad sería ahora como la de mi madre: fría e inaccesible.
En cuanto a la razón de la frialdad de mi madre hacia mí, no estaba segura y no me devanaba la cabeza buscando una explicación que solo me daría una herida en el corazón.
No necesitaba eso en mi vida. En cuanto a la identidad de mi padre, ni siquiera me importaba saberlo, ya sea amor u odio. No sentía nada por alguien que nunca había visto.
— ¿Estás segura de que estás bien, Mia? No has derramado ni una lágrima, no te lo guardes todo para ti sola, llora, mija.
La preocupación en su tono de voz me llegó al corazón. La forma en la que sus ojos rodeados de finas líneas de expresión me miraban mandaron una daga directo a mi pecho.
Mi nana era alguien que había estado conmigo desde que tengo conciencia. Su nombre es Martina, y su edad era desconocida incluso para mí, pero quizás rondaba los 50 a 60 años. Sus ojos eran grisáceos, como las nubes que avecinan una tormenta. Su estatura era alta y su cuerpo esbelto. A pesar de su edad, aún se veía hermosa. Ella tiene una hija y tres nietos, quienes son su adoración. Sin embargo, se habían mudado al extranjero por el trabajo del esposo de su hija, por lo que todo ese amor maternal lo transfirió hacia mí.
— Estoy bien, nana. No te preocupes.
— Mia…
Antes de que dijera algo, la abrace y fingí sollozar, ya que si no lo hacía, ella no me dejaría en paz.
— Eso niña, desahógate. Sé que tu mamá no fue la mejor madre del mundo, pero ella te amaba.
— Ella nunca lo dijo. No creo que me haya amado alguna vez.
— No digas eso. Ella…
— No me mientas, nana. No soy una niña. Mi mamá a la única persona que amó en su vida: a ese 'hombre' Su enfermedad del corazón se debió a él. Sufrió un infarto a pesar de ser tan joven por él. Ella nunca me amó, y tampoco necesito su amor. Hay muchas personas que me aman, y tú eres una de ellas, nana. Así que no me digas mentiras.
— ¡Ay, mi niña! No hables así, me duele el corazón.
— Es la verdad.
Aunque dije aquello de manera seca, fingí un sollozo para que mi nana no se sintiera preocupada por mis sentimientos o piense en algo extraño.
— Sea como sea, ella era tu madre, tu familia, la mujer que te dio la vida. Debes sentirte sola. Aún eres una niña, estás actuando de esta manera porque estás resentida con ella. Pero mi niña, es mejor perdonar, soltar esos malos sentimientos para que en el futuro no se conviertan en una sombra. Esta es la razón por la cual deseo que te desahogues ahora.
Quizás ella tenía razón, pero ahora me negaba a aceptar sus palabras.
— Cuando traerán las cenizas de mamá — susurré con voz apagada.
— Creo que fuiste precipitada, al menos debimos hacerle un velorio, invitar a sus amigos y familiares.
La interrumpí mientras me alejaba de su cálido abrazo, sin olvidar restregarme los ojos como si estuviera limpiando mis lágrimas.
— Mamá no tenía amigos, nunca nadie nos visitaba. Tampoco sé dé algún familiar. Nunca los conocí. Ella no tenía a nadie.
Justo cuando mi nana iba a decir algo, mis ojos fueron atraídos por un sujeto de aspecto imponente. Me quedé maravillada ante el aura que emanaba. Se veía poderoso, sus ojos eran de un color oscuro irresistible, su apariencia no era inferior a la del sexy hombre rubio que conocí en el parque de diversiones la vez pasada. Sin embargo, aunque se veía irresistible no me dieron ganas de decirle que se convirtiera en mi novio o sugar daddy. No sé por qué, pero me sentía algo incómoda con su presencia, como si fuera un ser superior al que debía arrodillarme.
El pensamiento en sí se sintió ridículo, por lo que desvíe mi mirada de aquel hombre que podría ser mi padre y me concentré en seguir fingiendo ser una niña lamentable frente a mi nana para que me siga cuidando ahora que mi madre murió.
Después de todo, aún estaba en mi último año de secundaria, no sabía valerme por mí misma, la nana…
No pude seguir con mis pensamientos, ya que aquel hombre imponente apareció justo delante de mis ojos. Mi nana lo miró boquiabierta, ella abrió y cerró la boca como si no supiera qué decir.
— Usted es…
— Soy el duque Storm Franklin Saetear.
¡Wow! Un noble, alguien de la realeza hasta su nombre sonaba majestuoso, ahora podía entender por qué me sentí así en su presencia. Pero, este sujeto, ¿por qué estaba hablando con nosotros? ¿Acaso necesitaba direcciones?
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Editado: 17.11.2024