La memoria indeleble

Capítulo 7. El buen gigante.

—¿Usted piensa que mi padre y esa mujer, Estrella Durán, pudieron ser amantes, don Anibal?
Le vi dudar, pero al cabo de unos segundos contestó:
—Eso fue lo que se dijo. Lo que yo crea no tiene importancia, Diego. Yo sé del amor incondicional que tu padre os profesaba a Clara y a ti y eso es lo único que importa.
—No debes pensar en eso, Diego —dijo, Beatriz —. Él os quería.
—Lo sé, no sé cómo, pero lo sé...Por eso me duele tanto no haberle conocido. —dije.
—Sí que le conoces —continuó, don Anibal —. En sus libros está su alma. Tal y como te dije en una ocasión, el alma de muchos autores reside en el interior de sus novelas. Ahora si que creo que debes leer esos libros, Diego. Es de vital importancia que lo hagas.
—Y así podrás desvelar ese mensaje oculto que tu padre dejó para ti en ellos —apuntó, Beatriz.
—¿Cuál fue el libro por el que fue condenado? —Le pregunté a mi patrón.
—El último que escribió, La memoria indeleble.
—Pues he de conseguir una copia inmediatamente.
—La tendrás —dijo, don Anibal —. Aunque ahora deberías leer ese otro libro de tu padre, ¿no crees?

Recordé el libro que me había entregado Beatriz y que había olvidado durante todo el día y asentí.

Don Anibal me hizo sentarme en su sillón favorito, en el salón de aquella acogedora casa y me entregó el libro.

Repasé con el dedo el título de ese libro: Noche de invierno y lo abrí por la primera página, dispuesto a internarme en su lectura sin dejar de observar que tanto don Anibal como Beatriz, se sentaban frente a mí, atentos a lo que pudiera suceder.

Por espacio de dos horas y media leí ese libro maldito sin que aparentemente sintiese nada especial, tan solo un ligero dolor de cabeza adueñándose de mi mente, pero creo que fue debido a la concentración que puse en la lectura y a tratar de leer aquellas páginas lo más aprisa que pude. Cuando cerré el libro vi la atenta mirada de don Anibal fija en mí.

—¿Y bien? —Me preguntó.

—Es una historia muy extraña —dije —, pero no creo haber sentido nada especial.

La historia trataba sobre un escritor cuyas ideas agotadas le habían arrojado a una espiral de autodestrucción. Al final acababa suicidándose frente a las blancas paginas de su inconclusa novela en una fría noche de invierno.

Tan solo unos párrafos atrajeron mi atención creyendo que mi padre podría estar refiriéndose a algo reservado exclusivamente para mí. Decía así:

«Los lobos hambrientos me acosan sin descanso, desgarrando mi mente y mi alma. Creo no poder resistirlo más, porque sé que ellos no son tan solo imaginación mía. Rodeado como estoy de enemigos intangibles solo puedo vislumbrar una pequeña luz en la lejanía. Continuar mi búsqueda es de vital importancia. Sin descanso, sin importar los escollos del camino, tendré que llegar al final y averiguar la verdad.

Nunca te rindas, ese es mi consejo. Sigue luchando y peleando sin descanso porque al final lograrás alcanzar tus metas».

Eso es lo que pienso hacer, padre, pensé.

                                                                                            •••

Ya de noche, dejé el domicilio de mis nuevos amigos y me despedí de Beatriz a quien no volvería a ver hasta el fin de semana siguiente, si sus profesoras le permitían salir.
—Ten cuidado, Diego —me dijo la jovencita mientras se alzaba de puntillas y me besaba en la mejilla —. Me gustaría poder estar contigo para ayudarte a averiguar la verdad de todo este asunto, pero...
Un poco sorprendido por aquel beso inesperado, tartamudeé al contestarle.
—No...no te preocupes...tendrás tiempo de ayudarme cuando vuelvas. Lo importante ahora son tus...tus estudios y...
—Yo también te echaré de menos —dijo, interrumpiéndome.
—¿Sí?
Ella no contestó, tan solo se dio media vuelta y entró en el interior de su domicilio.
Don Anibal que, gracias a Dios no había oído este apunte de la conversación, salió a su vez a despedirse.
—Bueno, Diego. Mañana te veo en la librería. Espero que no extrañes mucho tu nueva cama.
—Gracias, don Anibal —le dije —. Por todo.
El tan solo sonrió, pero reconocí que estaba orgulloso de haber podido ayudarme.
—Te prometo que llegaremos al final de este turbio asunto y que podrás reconocer a tu padre tal y como fue y no como dicen que fue.
Bajé las escaleras y salí a la calle donde la oscuridad era ahuyentada por el brillo azulado de las farolas que iluminaban en pequeños charcos de claridad la acera. Llegué a mi nuevo domicilio en seguida y abrí la puerta de la calle con mi llave.
Fue en ese momento cuando me percate de una sombra que permanecía oculta al amparo de la oscuridad en un portal de la acera de enfrente, junto a los cierres de un supermercado Simago. El destello de una cerilla al encenderse me regaló la visión de un hombre que me observaba sin apartar la vista. Después, el brillo acerado de una nube de humo disolvió la imagen devolviéndola de nuevo a las sombras.
Por un instante pensé en cruzar la calle y encararme con aquella persona que me espiaba, pero lo pensé mejor y tras entrar en el portal cerré la puerta tras de mí y le di dos vueltas de llave.
Subí hasta mi habitación y sin encender las luces y dejando mis maletas sobre la cama me acerqué a la ventana. Aquel individuo seguía allí y por un instante le vi alzar la mirada hacia mi balcón. Después, arrojó la colilla de su cigarrillo a la carretera y se marchó, perdiéndose en la lejanía.
¿Quién podía ser? Me pregunté, aunque mi primer pensamiento fue que se trataba de alguien relacionado con Braulio Gallardo. Quizás un policía al que le habían encargado vigilarme, lo que, por otra parte significaba que ya conocían mi identidad. Si eso era así, debería andar con mucho cuidado de ahora en adelante. De lo que estaba seguro era que no iban a atraparme tan fácilmente como lo hicieron con mi padre. Eso no lo iba a permitir.
Me acosté en la cama sin ni siquiera deshacer las maletas, aún completamente vestido y observé las luces que se proyectaban en el techo de mi habitación hasta que por fin el sueño me venció y me quedé dormido.
Al despertar por la mañana recordé que había soñado que alguien entraba en mi cuarto, el mismo desconocido que me vigilaba desde la calle se colaba en mi habitación. No ha sido más que un sueño, pensé, hasta que al levantarme vi algo que me heló la sangre. Sobre la mesilla de noche, vacía cuando me acosté, se hallaba una pequeña tarjeta de visita en la que figuraba un nombre: Braulio Gallardo. En el envés de la tarjeta alguien había escrito unas palabras con una letra muy desordenada. Decía: Calle de Fuencarral número veinticinco, hoy a las nueve de la noche. No falte.
Un escalofrío recorrió mi espalda. Era una cita. Una cita con el asesino de mi familia.

                                                                                       •••

Al llegar a la librería, don Anibal adivinó que algo había sucedido y me preguntó inmediatamente por ello.
—No es nada. Tan solo que no he podido dormir bien —mentí.
—Puede que a tus profesores consiguieras engañarles, Diego, pero a mí no. Cuéntame la verdad.
Dudé un segundo, pero al final no tuve más remedio que contárselo.
—No sé cómo, pero alguien entró anoche en mi habitación. La misma persona que me vigilaba desde la calle cuando volvía a la casa de huéspedes.
—¿Cerraste la puerta con llave? —Me preguntó.
—Sí, me acuerdo de ello perfectamente. Cerré la puerta de la calle y también la de mi habitación. Al despertarme esta mañana encontré esto junto a mi cama.
Le mostré la tarjeta y don Anibal la estudió, ceñudo.
—No pensarás acudir. Sería una estupidez.
—No pensaba hacerlo, pero...
Era casi un deber averiguar que es lo que podían querer de mí y comprendí que acudiría a esa cita, aunque fuera a caer de cabeza en una trampa.
—Ya, pero lo harás, ¿verdad? —Adivinó el librero —. Yo te acompañaré.
—No puedo permitir que se ponga usted en peligro. No sabemos quienes son en realidad ni lo que quieren, por eso debo despejar esas dudas, pero iré solo.
—¿Crees que lo voy a permitir, Diego? Tu padre me confió lo que era más importante para él, tú, su hijo. ¿Como podría dejar que algo te sucediese sin intentar ayudarte?
Reconocí que llevaba razón, pero también sabía lo peligroso de la situación.
—Conozco a alguien que puede ayudarnos, Diego. Hace mucho tiempo que no le veo, pero aún guardo su teléfono por alguna parte.
—¿De quién se trata?
—De una persona acostumbrada a este tipo de situaciones. Fue policía en su juventud y fue expulsado del cuerpo por... por motivos que ahora no vienen al caso. Después fundó su propia agencia de detectives.
—¿Confía en él? —Quise saber.
—¿Confiar en él? No... No lo sé. Pero sí sé que es el único que puede ayudarnos. Se llama Roberto Gálvez, pero se le conoce con el apodo de la mula.
—¿La mula? ¿Qué clase de apodo es ese?
—Uno muy indicado para él, pero nunca lo menciones en su presencia, ¿de acuerdo? Voy a buscar su teléfono y veremos si quiere ayudarnos esta vez.
Don Anibal se internó en la trastienda y durante unos minutos escuché como revolvía cajones y abría y cerraba armarios, hasta que oí una exclamación de triunfo.
—Aquí está. Sabía que lo había guardado en alguna parte.
Mi patrón descolgó el teléfono y marcó el número de ese antiguo conocido suyo.
Don Anibal se encerró en la trastienda y no pude escuchar su conversación, pero el tono alterado de su voz llegaba hasta mí de vez en cuando y comprendí que el librero peleaba con uñas y dientes contra su telefónico adversario. Al colgar el aparato, don Anibal abrió la puerta y me sonrió.
—Vendrá dentro de media hora —dijo.
—¿Ha logrado convencerle?
—Pues aún no lo sé, pero venir, vendrá. Lo que ya no tengo muy claras son sus intenciones.
—¿Ocurrió algo entre ustedes?
—Nada especial, tan solo que me casé con la que era su novia.

                                                                                         •••

Roberto Gálvez llegó con la puntualidad de un reloj suizo. Al verle traspasar la puerta, no pude por menos que echarme hacia atrás sin pretenderlo.
El señor Gálvez era tal y como su apodo indicaba, una mula. Debía medir más de un metro noventa de estatura y pesar unos ciento veinte kilos y aunque no conservaba la figura de un jovenzuelo, su presencia era realmente imponente.
Don Anibal salió de la trastienda al escuchar la campanilla de la puerta que resonaba temerosa bajo el fuerte envite que nuestro visitante había dado al abrir la puerta.
—¿Roberto? —dijo el librero con un tono de voz bastante apagado.
—¿Te atreves a llamarme después de lo que sucedió? —Tronó el gigante con una voz grave y poderosa.
—Necesito tu ayuda, bueno, en realidad es este muchacho quien la necesita —dijo don Anibal sin achantarse —. Se trata de Gallardo...
Al escuchar ese nombre, el rostro de Roberto Gálvez se transmutó como por arte de magia.
—¿Qué quiere de ti ese malnacido? —Me preguntó fijando su mirada en la mía. Yo, antes de contestar, tragué saliva un par de veces, pero mi patrón se me adelanto.
—Este joven es el hijo de Rodrigo, ¿te acuerdas de él?
—¿Cómo iba a olvidarle? —Rugió nuestro visitante. Vi que me escrutaba con la mirada y movía la cabeza afirmativamente —. Te pareces a tu padre. Era una buena persona.
—¿Entonces me ayudará, señor Gálvez? —Le pregunté.
—Tú padre me salvó la vida una vez durante la guerra, cuando aún eramos unos críos de dieciocho años —explicó —. Aunque ahora me veas así, a tu edad era un alfeñique y tan delgado como un poste de telégrafos. Rodrigo era mi amigo, él arriesgó su vida por mí y yo después no pude hacer nada por ayudarle cuando ese hijoputa de Braulio Gallardo le torturó y finalmente le asesino. Aún estoy en deuda con tu padre, muchacho y puede que ahora tenga la oportunidad de devolverle el favor. Dime lo que quieres que haga y se hará.
Don Anibal le puso al corriente en pocas palabras, explicándole lo de mi cita esta misma noche.
—Te das cuenta de que es una trampa, ¿verdad? —Me preguntó, Gálvez.
—Estoy casi seguro de ello, pero necesito conocer la verdad y ese hombre es el único que sabe lo que sucedió con mi padre. He de hablar con él.
—Te entiendo —me dijo —. O eres muy valiente al acudir a esa cita...O no eres más que un inconsciente, pero de todas formas te ayudaré...
Sonreí, la mera presencia de aquel hombre me incitaba a desafiar al peligro.
—Te ayudaré, pero con un par de condiciones.
Dije que aceptaba sus condiciones fueran cuales fuesen.
—No deberías aceptar tan a la ligera —dijo —. Aún no sabes que voy a pedirte...
—Si está en mis manos hacerlo, lo haré —contesté, envalentonado.
—Sí, eres digno hijo de tu padre... La primera de mis condiciones es que harás todo lo que yo te ordene sin rechistar. Aunque pienses que me he vuelto loco, tú obedecerás y cerrarás el pico, ¿entendido?
Asentí.
—¿Cual es su segunda petición? —Inquirí.
—La segunda tiene que ver con nuestro común amigo, Anibal —Roberto Gálvez se volvió hacia el librero y le clavó su mirada —. Quiero que, cuando todo haya terminado, me acompañes hasta la tumba de Mariona. No pude despedirme de ella y todo este tiempo lo he lamentado.
Don Anibal se acercó hasta el gigante y le abrazó. El otro le devolvió el abrazo.
—Pensé que ibas a pedir mi cabeza, grandullón —dijo mi patrón con una sonrisa.
—Lo pensé, amigo mío, lo pensé. Tendrá que ser en otro momento.




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