La memoria indeleble

Capítulo 8. Braulio Gallardo.

Tres sombras furtivas se apearon de un taxi en la confluencia de la calle Gran Vía con la calle Fuencarral. Aún no había anochecido y el cielo se desangraba entre jirones purpuras de un cielo cuajado de nubes, un telón de fondo apropiado para el desenlace de aquel episodio.
Al bajar del taxi miré a mis dos compañeros y ellos se limitaron a asentir en silencio. Fue Gálvez quien tomó la iniciativa.
—Nos acercaremos a pie hasta el lugar de la cita, sin levantar sospechas. Si Braulio Gallardo es quien te espera, no creo que este solo.
—Ese cobarde se ocultará como la alimaña que es —dijo don Anibal.
—Debes adelantarte, Diego —me explicó el gigante —. Nosotros no te perderemos de vista.
Asentí y eché a andar por la solitaria calle de Fuencarral, dejando atrás comercios clausurados y portales oscuros como boca de lobo. Al llegar junto al número veinticinco avisté la figura de un hombre apoyado contra el cierre de un almacén de pintura. Fumaba un cigarrillo y al llegar junto a él, arrojó la colilla a la vía publica en un gesto que no fue indiferente para mí. Era el individuo que la noche anterior me vigilaba frente a mi domicilio.
—Diego —Dijo, conociendome de inmediato —. Te están esperando.
El desconocido golpeó el cierre metálico del almacén y este se alzó dibujando un chorro de luz sobre la acera.
Entré en el interior del almacén y entre botes de pintura y bidones de lo que parecía ser algún tipo de disolvente, pude reconocer la presencia de dos personas más. Ambas me observaban en silencio y una de ellas se acercó hasta mí.
—Alza los brazos —me dijo. Yo obedecí y él procedió a cachearme tal y como lo hubiera hecho un experimentado policía —. Está limpio, déjale entrar.
El compañero de aquel me indicó con un gesto que lo siguiese. Le seguí hasta llegar junto a una puerta de lo que parecía un anexo añadido al almacén y que hacía las veces de oficina. El hombre abrió la puerta y me invitó a pasar y una vez dentro de aquel pequeño despacho, volvió a cerrar la puerta tras de mí.
Creí encontrarme solo en aquel lugar y en completa oscuridad, pero no lo estaba, porque al encenderse un fluorescente en el techo, comprobé que frente a mí, sentado en una silla de oficina se encontraba Braulio Gallardo.
Le reconocí nada más mirar su rostro y ver aquel ojo oscuro de cristal con el que parecía poder contemplarme.
—¿Sabes quién soy? —Me preguntó.
—Lo sé —dije. En ese momento la ira que debería sentir al contemplar al asesino de mis padres se había esfumado y no sabía cuál era la razón.
—Te han hablado de mí, ¿verdad?
—Me han dicho muchas cosas de usted y ninguna buena —dije sin apartar mi mirada de la suya.
—Me imagino —rió él —. Seguro que la mayor parte de ellas son verdad, pero no todas... No, todas no.
—Las que me importan a mí, sí —repliqué.
—Estás convencido de que yo maté a tu padre y también a tu madre, ¿verdad? Por lo menos eso es lo que te han contado aquellos que dicen ser tus amigos, pero no es cierto.
No quería seguir escuchando sus mentiras, pero algo me impidió dar media vuelta y marcharme de allí.
—Yo no maté a tus padres, Diego y, aunque no espero que me creas, creí mi deber decírtelo.
—¡Claro que no le creo! —Grité.
—¿Por qué iba a mentirte? ¿Crees que, a estas alturas, me importaría reconocerlo si no fuese verdad?
Dudé. Por un segundo sus palabras me hicieron dudar.
—¿Entonces, quién?
—Eso no lo sé —contestó —, pero si tú quieres, lo averiguaré.
—¿Por qué ese afán de ayudarme? —Quise saber.
—Seguro que te han contado lo que sucedió entre tu padre y un servidor, no sé hasta donde será cierto, pero, la verdad, la auténtica verdad es que siempre admiré a tu padre. Era mi mejor amigo y aunque tuvimos, ciertas discrepancias, nunca lo dejó de ser... Eres muy parecido a él, Diego. Vengo observándote desde hace algún tiempo y he reconocido en ti la huella de tu padre. Cuando murió tu madre pensé que era mi obligación presentarme, pero no tuve oportunidad de hacerlo al entrar tú en ese internado del que apenas saliste en un año. Ahora he decidido que ha llegado el momento de conocernos y de paso tratar de explicarte la verdad. Sobre todo porque tu vida corre peligro. Mis hombres, durante tu vigilancia, han visto que alguien más te seguía.
—¿Y qué verdad es esa? —Pregunté, pasando por alto el comentario de que alguien me seguía, no quería acabar siendo un paranoico.
—La verdad es que me porté como un verdadero gilipollas con Rodrigo y que acusé a tu madre de algo que no era y... lo pagué —señaló su ojo —, pero nunca sentí rencor por tu padre y tampoco por tu madre. Es más, al desaparecer Rodrigo, velé por la seguridad de su familia desde el privilegiado puesto del que disponía. Fue una sorpresa para mí conocer la muerte de Clara...
—¡Ella no se suicidó!
—Nunca lo creí —continuó —. Hay alguien más en esta partida, alguien que permanece en las sombras y tras el que ando desde hace mucho tiempo. Alguien mucho más perverso que yo y sé que ciertas personas me han calificado como al mismo diablo.
—No creo que mi padre confiara en usted—dije —, me dejó una carta en la que me advertía contra alguien. Aunque aún diga ser su amigo. ¿Por qué habría de hacerlo si usted no se tratase del demonio que dice que es?
—A eso no puedo contestarte, Diego. Únicamente puedo decir en mi defensa que si tu padre llegó a odiarme fue porque alguien le envenenó contra mí, y esa persona tan solo pudo ser...
—Doña Estrella Durán —terminé por él.
—Exacto. ¿Qué sabes acerca de ella? —Me preguntó.
—Nada, salvo que era amiga de mi padre y tal vez... algo más —contesté.
—Nunca fue nada más para tu padre, muchacho, salvo una amiga. Entre ellos, a pesar de lo que cuenten las malas lenguas, no hubo más que amistad. Eso puedo asegurártelo. Lo que después ella haya ido contando por ahí, lo desconozco, pero Rodrigo jamás traicionó a tu madre. Créelo, Diego.
Le creí, porque tal vez era lo que deseaba hacer.
—¿Quién es esa mujer? Nadie parece querer explicármelo.
—Estrella Durán es muchas cosas. Pero si tuviera que describirla de alguna forma, diría que es la mujer más seductora, más inteligente y más peligrosa que he conocido en mi vida. Se dice de ella que es una gran poetisa, una verdadera médium y que durante la guerra trabajó para la inteligencia secreta, aunque no sabría decantarme en cual de los dos bandos actuó. Puede que lo hiciera en los dos, eso no me extrañaría nada.
Le vi sonreír por primera vez, perdido en sus recuerdos. Una sonrisa lobuna.
—Cuando conoció a tu padre, en mil novecientos cuarenta y uno, él apenas era un mediocre escritor que trataba de encontrar su lugar en el mundo. Fue ella, la Durán, la que le catapultó a la fama gracias a sus numerosos contactos y la que le convirtió en el genio que llegó a ser. Desde aquel momento, Rodrigo Peralta se convirtió en el preferido de los críticos de este país, en el niño mimado de las letras españolas, hasta que el globo se desinfló y la realidad le golpeó con saña. Creo que en algún momento debió de darse cuenta de que no era nada sin esa mujer y sus amistades y fue entonces cuando escribió el libro por el que le condenaron. Un libro con el que trató de volver a ser él mismo. Un libro maldito.
La memoria indeleble —dije.
—Exactamente. ¿Has podido leer ese libro, Diego?
Negué.
—No se parece en nada a las otras novelas que escribió, que si de por sí son obras maestras, no alcanzan la complejidad de su última obra. La memoria indeleble es el epitafio de tu padre, su razón de ser y su sueño de alcanzar la divinidad por sí mismo. Justo después de escribirlo, Rodrigo desapareció y nunca...Nadie ha vuelto a saber de él. Yo mismo lo busqué durante un tiempo, movilizando todos los recursos a los que podía acceder, sin resultado. Era como si la tierra debajo de sus pies se lo hubiera tragado. ¿Ahora me crees, Diego?
Asentí y era verdad. No sabía por qué, pero le creía. Iba a preguntarle si creía que mi padre seguía vivo, cuando un alboroto fuera de aquel despacho atrajo nuestra atención.




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