La memoria indeleble

Capítulo 18. Razones y motivos

Terminé de leer el libro y lo dejé sobre la quejumbrosa cama que chirriaba a cada movimiento mío. Contemplé por un momento las tapas negras y el símbolo dorado que precedía al título y que brillaba a la luz de la lámpara del techo.
Ahora conocía lo que mi padre, el escritor Rodrigo Peralta había escondido a la vista de todo el mundo, pero oculto de una forma magistral y llegué a la conclusión de que no entendía absolutamente nada.
La traducción que me entregó doña Estrella del libro La memoria indeleble, hablaba de cosas sin sentido para mí y en ese momento me encontraba tanto o más confundido que antes de leerlo.
De lo poco que llegué a comprender, y no del todo, fue que debía de existir una fuerza superior que regía nuestros destinos y a la que le encantaba retorcerlos de tal forma que nunca llegabas a saber lo que te tenía preparado. También que ese dios, si podía llamársele así, formaba parte de nosotros mismos, por lo que resultaba que nosotros eramos dioses y teníamos el poder de cambiar la realidad. Lo que no explicaba, o yo no llegué a entender, era la forma de hacerlo, aunque supuse que era a través de la oración, algo que, según decía, era muy poderoso.
Comprendí que aquel libro no gustase a cierta clase de gente, pero de ahí a pretender callar al escritor de una forma tan, tajante, había un mundo.
Para mí, aquella información era algo, casi infantil. Todos los niños solían rezar al ángel de la guarda para que les protegiera e hiciera realidad sus deseos y eso era prácticamente lo que ese libro trataba de explicar. Si tienes fe y crees en ti mismo como en el dios que eres, harás realidad todos tus sueños. Lo dicho, muy infantil.
Me levanté de la cama y me vestí, repasando después mi imagen en el borroso espejo del cuarto de baño. Había quedado con Beatriz para ir al cine a ver una película y no quería aparecer ante ella como un pordiosero.
Salí de la pensión y una oleada de calor me abofeteó. La temperatura a esas horas de la tarde era prácticamente insoportable por lo que apreté el paso para llegar hasta el frescor de su portal.
Beatriz salió a recibirme y me hizo pasar a su casa.
—¿No está tu padre? —Pregunté.
—Está en su cuarto.
—¿Cómo se encuentra?
—Fue un duro golpe para él. La muerte de don Julián le afectado más de lo que está dispuesto a reconocer. Eran muy amigos y tenían muchas cosas en común, aparte de sus semanales partidas de mus. Creo que con el tiempo se irá sintiendo mejor, pero ahora mismo está muy abatido.
—Quizás deberíamos quedarnos —propuse.
—Tal vez sea lo mejor. No me agrada dejarle solo en estos momentos —dijo, Beatriz.
En ese momento sonó el timbre del portal y Beatriz acudió a abrir. Volvió un instante después acompañada por la última persona que hubiera imaginado ver en esos momentos: Doña Estrella Durán.
La mujer parecía nerviosa y unas grandes ojeras afeaban su rostro, reflejando su verdadera edad.
—¿Qué le ocurre? —Pregunté.
—Es algo muy grave, quisiera hablar con Anibal —dijo, ella.
—Mi padre está durmiendo. Está muy afectado por la muerte de su amigo.
—Esta mañana he recibido está carta. Viene sin remite y alguien la pasó por debajo de mi puerta. Cuando la he leído he creído desmayarme.
Doña Estrella nos entregó el pliego de papel y lo leí. Decía así:

«Bienaventurados los que pecan, porque ellos alcanzarán la redención con la muerte.
Bienaventurados los que mienten, porque sus labios serán sellados en la otra vida.
Bienaventurados los que asesinan, porque ellos conocerán el dolor y la angustia de la muerte en vida.
El reloj no cesa de marchar y nunca se detiene.
Todo llega tarde o temprano, pero siempre es mejor temprano.
La muerte está a un paso, has de prepararte. »

—¡Alguien me está amenazando! ¡No os dais cuenta!
Beatriz acomodó a doña Estrella en una silla y ella se dejó caer abatida.
—¿Ha acudido usted a la policía? —Le pregunté.
—He avisado a Braulio Gallardo. Él es amigo mío y sabrá que hacer. He quedado con él aquí. ¿Estás segura de que tu padre no ha recibido una carta como esta?
—¿Y por qué querría alguien amenazarle? —Quiso saber Beatriz.
Doña estrella hizo caso omiso a la pregunta de la joven porque en ese momento sonó de nuevo el timbre de la puerta. En esta ocasión fui yo a abrir y encontré esperando al director de la policía en el umbral.
—¡Hombre, Diego! Me alegra volver a verte —dijo.
Le invité a pasar y subió a la planta superior donde se hallaban reunidos todos. Don Anibal también estaba allí, junto a la afligida mujer.
Braulio se acercó hasta doña Estrella y la besó con familiaridad en la mejilla.
—Cada día estás más joven —le piropeó.
—Lo que estoy es muy asustada, Braulio. Alguien quiere matarme. Me mandó esto —la mujer le entregó la carta y Gallardo la leyó con detenimiento.
—Muy poético —dijo —. Me recuerda al estilo de alguien que conocemos.
—Sí —dijo doña Estrella —. Esa forma de escribir es idéntica a la de él. Ya sabéis a quien me refiero.
—Pero no lo sabemos cierto, ¿verdad? —inquirió don Anibal.
—¿Has recibido tú alguna carta, Anibal? —le preguntó el policía.
El librero sacó de un cajón un pliego idéntico al que traía la mujer, solo que la narrativa era muy diferente.
—Lo recibí ayer —dijo don Anibal —, pero no le presté atención.
Braulio Gallardo leyó en voz alta la misiva:
«La lealtad entre hermanos es algo que no se compra, ni se vende.
Tampoco se desprecia y es de miserables comerciar con ella.
Como Judas recibirás tus treinta monedas de plata.
Y como Judas colgarás de una soga antes de que termine la semana.
Una promesa es siempre una promesa.»
Beatriz abrazó a su padre que había empalidecido al volver a escuchar el contenido de la carta.
—Esto es muy grave, amigos míos —dijo Gallardo —. Alguien quiere vengarse de nosotros y todos conocemos quien es ese alguien.
—¿De nosotros? —Preguntó, don Anibal —. ¿Tú también has recibido una carta, Braulio?
—La recibí hace una semana. Era mucho más escueta que las vuestras, tan solo ponía: «Favor con favor se paga.»
—¿Crees que pudo ser él quien mató a Julián? —Preguntó, don Anibal.
—¿Se refieren a mi padre? ¿Están insinuando que pudo ser él quien asesinó a don Julián y el que ha mandado estas cartas? —Quise saber.
—Parece que todo concuerda, chico —dijo, Gallardo —. Es su forma de escribir y además puede que le sobren motivos para hacerlo. Creo que debes saber lo que ocurrió. Sí, creo que ha llegado el momento de contarte la verdad, Diego.
Vi que tanto don Anibal, como doña Estrella asentían ante la propuesta del policía que tomó la palabra:
—Sé que no va a resultarte fácil oír lo que tengo que contarte, Diego, pero quisiera que me escuchases hasta el final sin que me interrumpas. Después podrás preguntar lo que quieras, me has entendido, ¿verdad?
No dije nada, tan solo asentí con la cabeza.
—Lo que tengo que contarte tiene que ver, sobre todo, con tu madre, muchacho. Clara era una mujer muy diferente en los tiempos en los que se enamoró de tu padre a como tú la conociste. No era, como decirlo, la típica jovencita inocente y soñadora que todos imaginamos que debe ser una joven de dieciséis años, no, no lo era. Era toda una mujer. Fría y calculadora y con un solo objetivo: Destruir nuestra amistad.
Fruncí el ceño e iba a replicar, pero un gesto del policía me atajó antes de que pudiese hacerlo.
—Déjame continuar Diego, te lo pido por favor. Como iba diciendo, Clara, tu madre, se había propuesto separar a los cuatro amigos. Si no me crees, puedes preguntárselo a Anibal, él te contestará lo mismo que yo. Ese era su único interés y supo utilizar muy bien sus armas. Rodrigo y yo nos enamoramos total y completamente de ella y no nos dimos cuenta, hasta que era demasiado tarde de las argucias que ella había utilizado con nosotros para dividirnos y ponernos en contra a los unos de los otros.
»Te preguntarás, como es lógico, cuál fue el motivo que tuvo para hacer tal cosa. Pues el motivo fue el odio. Clara nos odiaba con toda su alma y su venganza fue destruirnos. Pero, ¿a qué era debido ese odio? Esa sería tu siguiente pregunta, ¿verdad? 
Dije que sí, aunque no creía una sola palabra de lo que Gallardo decía. Mi madre amaba a mi padre y de eso estaba completamente seguro.
—Su odio se debía a un lamentable accidente que ocurrió un año antes de conocer a Clara y en el que desgraciadamente, nosotros cuatro estuvimos implicados, aunque de una forma totalmente inocente.
»Sucedió una tarde de verano, en un parque que ya no existe, pues fue transformado en un aparcamiento y con un calor bochornoso de esos que solo pueden disfrutarse aquí, en esta ciudad.
»Nosotros cuatro jugábamos a la pelota en ese parque, como solíamos hacer a diario; cuando nos dimos cuenta de que un niño más pequeño que nosotros nos observaba sin atreverse a acercarse.
»Fue, Rodrigo, el que se compadeció de él y el que le invitó a participar de nuestro juego. El chaval sonrió agradecido y muy pronto corría con nosotros tras la pelota, tan contento como el que más.
»El juego continuó durante la hora siguiente y el chavalín, agradecido, se esforzaba por agradarnos. Fue en ese momento cuando Julían chutó con fuerza la pelota y el balón fue a parar directamente a la carretera. El niño salió corriendo tras la pelota sin detenerse a mirar y... El automovilista dijo que ni siquiera tuvo tiempo de frenar cuando el niño cruzó delante de su vehículo...
—Murió, ¿verdad? —Pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Sí, murió. Los médicos que le atendieron allí mismo y que llegaron en cuestión de minutos, solo pudieron certificar su muerte.
—¿Y ese niño era...?
—Era el hermano pequeño de Clara —confirmó mis sospechas, Gallardo —. Ella nos culpó a nosotros de la muerte de su hermanito y un año después decidió vengarse de una forma sutil y muy bien planeada.
No supe que decir. Era una tragedia, sí, pero eso no explicaba que mi madre odiase a mi padre. Entre otras cosas yo era la prueba de que algo debían de sentir el uno por el otro, ¿o no?
—Tu padre, Diego —siguió diciendo, Gallardo —, fue al que más le afectó la muerte de ese niño. Se creía culpable de su muerte por haber sido él quien le invitó a jugar. Yo creo que fue aquello lo que le trastornó para el resto de su vida y ya nunca fue el mismo.
»Un año después Clara apareció en nuestras vidas. Tu padre y yo competíamos para cazar una sonrisa o una mirada de ella y nuestra rivalidad llegó a límites insospechados.
»No tardé mucho en darme cuenta de que Clara sentía algo especial por Rodrigo y no por mí y decidí, guiado por nuestra amistad, apartarme del medio y dejar que tu padre obtuviese su premio.
»Fue unos meses más tarde, y de una manera totalmente casual, cuando descubrí quien era en realidad Clara. Descubrí que aquel niño que murió junto a nosotros era en realidad su hermano pequeño y descubrí también el plan que había urdido para vernos sufrir.
»Traté por todos los medios avisar a tu padre, porque sospechaba que ella tan solo pretendía romperle el corazón como castigo, pero Rodrigo no me hizo caso. Es más se ofendió bastante y me dijo tratar de envenenar su amor al no haber sido yo el elegido de ella. Sé que me equivoqué cuando la acusé de estar conmigo a la vez que con él, pero mi intención era ayudarlo. Rodrigo se encaró conmigo y tuvimos una pelea. El resultado fue la perdida de mi ojo, aunque no me dolió tanto como perder su amistad.
»Desde ese momento, Rodrigo se distanció de todos nosotros, dándonos de lado y rompiendo una amistad de más de catorce años.
—¿Qué sucedió después? —Pregunté.
—Lo que sucedió a continuación fue lo más terrible que pudo llegar a suceder. Clara se quedó embarazada de tu padre. Ella, después de todo, también se enamoró de él al final...
—Pero eso no puede ser —dije, muy confuso. Si era cierto que mi madre se había quedado embarazada en esas fechas, debería tener un hermano.
—Sí, Diego. Tu hermano murió y fue tu propia madre quien lo mató...  




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