=Lauría – Tarde clara en el barrio viejo=
Andrea había pasado todo el día encerrada escribiendo. Pero cuando el reloj marcó las seis, se detuvo.
Había algo en esa tarde —el cielo abierto, la brisa templada, el murmullo del mar— que le pedía salir. Quizás para despejarse. Quizás para encontrar algo que no sabía que buscaba.
Caminó sin rumbo por las callejuelas empedradas de Lauría, los zapatos golpeando la piedra antigua, la bufanda enredada al cuello. No pensaba en nada. No quería hacerlo.
Hasta que se detuvo.
Al otro lado de la plaza, Nicolás estaba de pie.
Como si el tiempo se hubiera detenido desde Cauria.
Mismo abrigo oscuro. Misma expresión contenida. Pero sus ojos… esta vez estaban rotos.
Andrea lo miró durante unos segundos. Luego cruzó la plaza con pasos firmes. Se detuvo frente a él.
—¿Qué estás haciendo aquí?
La pregunta salió sin dureza, pero también sin ternura.
Nicolás tragó saliva.
—Tenía que verte.
Andrea bajó la mirada apenas.
—No sabías dónde estaba.
—Lo supe. Tarde. Y vine en cuanto…
—No me dejaste ir, Nicolás —lo interrumpió ella con suavidad, sin rabia—. Me obligaste a hacerlo.
Él no respondió de inmediato. Solo la miró. Como si temiera romper algo sagrado si decía lo equivocado.
—Andrea… No supe qué hacer. Cuando te fuiste… me faltaba el aire.
Ella apretó los labios.
—¿Y cuando te busqué? ¿Cuando te dije lo que sentía? ¿Cuando quise besarte?
Nicolás se tensó. Bajó la mirada.
—No podía. Eras…
—No lo digas —lo detuvo ella alzando una mano—. No vuelvas a decirlo.
Nicolás levantó los ojos.
—Eras mi hermana, Andrea.
Ella retrocedió un paso. Como si esa palabra la golpeara físicamente.
—No. Yo nunca lo fui. Fui la niña que tu familia acogió por lástima. La hija de nadie. La carga que educaron para no sentir. Para no ser vista.
Su voz se quebró. Pero no su dignidad.
—Tú elegiste llamarme eso. Hermana. Esa palabra… —sus ojos se llenaron de lágrimas— …fue tu escudo. Y mi condena.
Nicolás avanzó un paso, desesperado.
—Lo decía porque no sabía cómo llamarte de otra forma sin que todo se derrumbara.
Andrea lo miró directo, firme.
—Entonces déjalo caer.
Él se acercó aún más. Le rozó el rostro con la yema de los dedos. Como si pedir permiso bastara.
—Te amo.
Andrea cerró los ojos. Por un momento, solo por uno, quiso creerle.
Y entonces, él se inclinó para besarla.
Ella lo detuvo. Con la mano en su pecho. Su mirada encendida por el dolor y el orgullo.
—No.
Nicolás se quedó congelado.
—¿Por qué?
—Porque ya no me alcanza. Porque no voy a volver a ser esa niña que se conformaba con que me miraras de reojo mientras fingías que no sentías nada.
—Andrea, no estoy fingiendo.
Ella respiró hondo.
—Pero no estás dispuesto a enfrentar a nadie por mí. Ni a tu madre, ni a tu padre, ni a la tía Clara. Ellos jamás te dejarán estar conmigo. No como mujer. Y tú… tú nunca tuviste el valor de decirles que me amabas.
Nicolás bajó la mirada. Otra vez. Como siempre.
Andrea sonrió, rota.
—¿Lo ves? Ni siquiera ahora puedes decirlo en voz alta.
—Andrea…
—Ya no sirve que me ames, Nicolás —dijo con una dulzura feroz—. No si vas a seguir llamándome “hermana” cuando el mundo te mire.
Ella se giró y se alejó.
No corriendo. No llorando.
Con dignidad.
Nicolás no la siguió.
No aún.
*****
=Desde las sombras=
Luciano, oculto entre los edificios, observó toda la escena. No con celos. Con algo más doloroso: reconocimiento.
Andrea había cambiado.
Ya no era la chica que necesitaba que alguien la salvara.
Ahora era la mujer que estaba aprendiendo a salvarse sola.
Y eso… la hacía más hermosa que nunca.