=Lauría – Galería MareNudo, al atardecer=
El cielo de Lauría estaba cubierto de nubes magenta cuando Andrea llegó a la galería. Vestía un pantalón beige de lino, un suéter blanco de punto y el cabello suelto, lacio, peinado con intención, aunque con esa naturalidad que la hacía ver como si no necesitara esfuerzo para ser hermosa.
Tenía apenas 18 años. Pero su presencia llenaba la sala.
El salón estaba iluminado con luces cálidas. Había vino blanco, música de cuerdas, y docenas de personas reunidas en torno a su nombre. Su nombre. No el de Nicolás. No el de los Barreiros.
Andrea Paz.
—¿Lista? —preguntó Massimo, acercándose con una sonrisa suave. Llevaba chaqueta de lino y barba de dos días.
—Tan lista como puedo estar —respondió ella, apretando los papeles entre los dedos.
—Nadie te está regalando nada, Andrea. Estás aquí por talento. Y por agallas.
Ella sonrió. No porque se lo creyera. Sino porque necesitaba creérselo.
Subió al estrado. Respiró hondo.
—Buenas tardes —dijo, al micrófono—. Esta historia no empieza con un "Érase una vez", ni termina con un "felices para siempre". Esta historia empieza donde yo decidí dejar de callar.
Aplausos.
Al fondo de la sala, en el rincón más oscuro, él la observaba.
=Nicolás Barreiros=
Camisa negra, entallada. Chaqueta de cuero. Cabello oscuro peinado hacia atrás con descuido. Mandíbula apretada. Ojos inyectados no de rabia, sino de algo peor: dolor.
Nicolás Barreiros, 25 años.
El hombre que la dejó ir.
El hombre que ahora no sabía cómo dejar de amarla.
Desde su rincón, no parpadeaba.
Ella parecía brillar. Y ese brillo no era para él.
Y eso lo estaba volviendo loco.
=Luciano Ferrer=
Chaqueta gris desabotonada, cuello de la camisa abierto, el tatuaje que le subía por el cuello visible apenas cuando giraba la cabeza. Ojos verdes. Risa tranquila. Espalda recostada contra la pared, como si no le importara estar ahí.
Pero le importaba. Todo le importaba.
Porque esa era la niña de los quince años, la que un día encontró sentada sola en el jardín de la empresa Barreiros, como una muñeca de porcelana olvidada entre geranios.
Y ahora la veía hablar como mujer.
Y no podía dejar de mirarla.
=Más tarde – al bajar del estrado=
Andrea bajó entre aplausos. Sonrió. Saludó. Agradeció. Pero entonces lo vio.
Él.
Nicolás.
Apoyado contra una columna, con una copa intacta en la mano, como si hubiera estado congelado todo el evento.
Ella se acercó, sabiendo que no podía evitarlo.
—Viniste —dijo, sin sorpresa.
—Claro que vine —respondió él—. Es tu noche.
—No te invité.
—Nunca me invitas a los lugares donde más quiero estar.
Silencio.
Andrea respiró hondo.
—¿Y qué querías ver? ¿Si me temblaba la voz? ¿Si lloraba hablando de ti?
—Quería verte feliz. Aunque duela.
—No. No querías eso. Querías comprobar que no puedo ser feliz sin ti.
Nicolás la miró. Su cuerpo estaba a apenas centímetros. El aire entre ambos se electrificó.
—¿Y puedes?
—No lo sé. Pero prefiero aprenderlo… que vivir bajo tu sombra.
Nicolás bajó la voz.
—¿Él te hace feliz?
Andrea parpadeó.
—¿Massimo? Él me respeta. No me quiere poseer. No me espía. No le rompe la cara a otros por tocarme el brazo.
—Andrea…
—No digas mi nombre como si fuera tuyo.
Él se inclinó hacia ella. Bajito.
—Si ese hombre —pronunció con veneno— o cualquier otro… vuelve a acercarse a ti como algo más que colega, lo destruyo.
Andrea no pestañeó.
—¿Y qué crees que vas a ganar con eso?
—A ti.
—Te equivocas, Nicolás. Lo único que vas a ganar... es mi odio.
Y se dio la vuelta.
Firme. Inquebrantable.
=Minutos después – balcón lateral=
—¿Puedo sentarme? —preguntó una voz tras ella.
Luciano.
Andrea asintió.
Él se acomodó junto a ella, mirando el mar.
—¿Cómo estás?
—Cansada —susurró—. Siento que todo lo que digo en voz alta me pesa el doble después.
Luciano no dijo nada.