=El Loft, Lauría - Noche=
La calma de Nicolás fue la chispa que incendió la pólvora. Mientras él se movía por la cocina con esa aterradora normalidad, el shock de Andrea se resquebrajó, liberando una furia que había estado contenida por demasiado tiempo.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —espetó, su voz temblando, no de miedo, sino de una rabia pura y helada—. ¡Lárgate de mi casa!
Nicolás se detuvo, sosteniendo un cuchillo sobre una tabla de cortar. Se giró para mirarla, sin una pizca de sorpresa en su rostro.
—Técnicamente, es mi casa —corrigió, su voz peligrosamente suave—. Pero si te hace sentir mejor, podemos llamarla nuestra.
Esa arrogancia, esa posesividad tranquila, fue demasiado. Andrea cogió lo primero que tenía a mano, un vaso de agua de la mesita de centro, y lo arrojó contra la pared de ladrillo visto, a centímetros de la cabeza de él. El cristal estalló, el agua se escurrió por la pared como una lágrima.
—¡Esto no es un hogar! —gritó, avanzando hacia él—. ¡Es una prisión de lujo que has construido para tu ego! ¡Tú no eres mi salvador, Nicolás, eres mi secuestrador!
Él no se inmutó. Dejó el cuchillo sobre la encimera con un suave clic y se limpió las manos en un paño, sus movimientos deliberados, lentos. Se acercó a ella, acortando la distancia hasta que ella tuvo que levantar la cabeza para mirarlo. Su calma era un muro contra el que la histeria de ella se estrellaba en vano.
—Te vi, Andrea —dijo, su voz tan baja que ella apenas pudo oírla por encima de los latidos de su propio corazón—. Sola. Asustada. El mundo te habría devorado. Hice lo que tenía que hacer para protegerte. Siempre haré lo que tenga que hacer. —Su mirada se endureció—. Llámalo como quieras. Pero esta noche, vas a comer. No dejaré que te consumas por tu propio orgullo.
Ella intentó retroceder, darse la vuelta, pero él fue más rápido. La sujetó por la muñeca. El contacto fue como una descarga eléctrica. Su agarre no era brutal, no dejaría marca, pero era absoluto, inquebrantable. Era la primera vez que la tocaba con esa clase de fuerza decidida, y la tensión de ese simple gesto silenció su grito.
La guio hasta la lujosa mesa del comedor y retiró una silla. La orden no fue hablada, pero estaba clara en la presión de su mano.
—Siéntate.
Derrotada, con la rabia convertida en una impotencia temblorosa, Andrea se sentó.
Él la soltó y volvió a la cocina. Minutos después, colocó frente a ella un plato de pasta con aceite de trufa y virutas de parmesano, y le sirvió una copa de Barolo. Se sentó frente a ella y empezó a comer en silencio.
El aroma era exquisito. La escena era surrealista. Y en ese momento, el pensamiento la golpeó con la fuerza de una puñalada. Esto es. Esto era lo que había deseado durante meses, lo que había soñado en las noches solitarias de su pequeño apartamento. Una cena. Él y ella. Una noche normal, una vida simple. Un espejismo de normalidad que le había rogado y que él le había negado.
Recordó el dolor de su rechazo, la frialdad de su voz. “Eres mi hermana, Andrea.” La palabra que usó como un escudo para esconderse, la misma palabra que usó como un cuchillo para destrozarla.
La pena en su interior se agrió, fermentando en un ácido y furioso resentimiento. Levantó la vista del plato, sus ojos ya no llenos de miedo, sino de un desprecio afilado.
—Es un verdadero milagro —dijo, su voz goteando un sarcasmo que no esperaba tener—. Un milagro que la tía Clara te permita estar tanto tiempo aquí, en Lauría. Con lo mucho que le gusta mover los hilos de tu vida, debes tener la correa muy larga últimamente.
Vio el cambio en él. Fue sutil, pero inconfundible. Un músculo se tensó en su mandíbula. Su espalda se enderezó casi imperceptiblemente. La herida había dado en el blanco.
La cara de su tía apareció en su mente, una sucesión de recuerdos no deseados. Llamadas constantes a su despacho. "No olvides tu lugar, Nicolás. Esa niña es una responsabilidad, no un derecho." Su voz en una cena familiar, alta para que Andrea la oyera. "Los Barreiros la criaron por caridad, y la gratitud debe ser su máxima virtud." Y la peor de todas, la llamada al hospital, su voz quebrada y manipuladora. "Es tu hermana, Nico. Pensar en algo más... me mataría."
La calidez que pudiera haber en sus ojos se extinguió, reemplazada por una capa de hielo. Dejó el tenedor sobre el plato con un ruido seco.
Miró a Andrea, pero ya no la veía a ella. Veía un problema complejo que requería una solución simple.
—Mi tía no tiene nada que ver con esto —dijo, su voz plana, cortante, desprovista de toda emoción—. Termina tu cena.
La frase fue un portazo. Un muro de hielo que descendió entre ellos, congelando el aire. Él había ganado la batalla física, pero ella había encontrado su punto más vulnerable. Y ahora estaban allí, atrapados en un silencio glacial, dos prisioneros en una jaula de oro, cada uno sangrando por heridas que el otro le había infligido.