La Mentira [saga Contratos del Corazón #1]

Capítulo 24: La Furia del Rey

=Gimnasio del Edificio, Lauría - Tarde=

El corazón de Andrea martilleaba contra sus costillas, un ritmo frenético que no tenía nada que ver con el esfuerzo físico. Con la excusa de usar la elíptica, había vuelto al área del gimnasio. El lugar estaba desierto. Con movimientos rápidos y nerviosos, se dirigió a la fila de taquillas, encontró una vacía al fondo y escondió el pequeño teléfono desechable que le había dado Seraphina, oculto en el forro de unas zapatillas de deporte viejas que jamás usaría.

Era un acto minúsculo en el gran esquema de su encarcelamiento, pero se sintió como una victoria monumental. Era un secreto. Su secreto. Un hilo de conexión con el mundo exterior que Nicolás no controlaba.

Al volver al loft, la atmósfera había cambiado. El silencio ya no era denso y pesado; era eléctrico, como el aire antes de que caiga un rayo. La puerta del estudio de Nicolás estaba cerrada, pero Andrea podía sentir su rabia emanando de ella, una energía oscura y palpable. Se mantuvo en el extremo opuesto del salón, junto al ventanal, observando la ciudad y fingiendo una calma que no sentía.

=El Loft, Lauría - Atardecer=

Pasó una hora. O quizás dos. El tiempo se había vuelto maleable. Finalmente, la puerta del estudio se abrió.

Nicolás salió. No parecía furioso. No gritaba ni lanzaba cosas. Parecía envuelto en una calma antinatural, una quietud que era infinitamente más aterradora que cualquier arrebato. Se movió hacia el bar y se sirvió un whisky, el tintineo del hielo contra el cristal fue el único sonido en la habitación.

Se giró y la observó, apoyado en la barra.

—¿En qué piensas? —preguntó, su voz era peligrosamente suave.

Andrea recordó las palabras de Seraphina. No luches contra los barrotes. Sé más inteligente. Levantó la vista del paisaje urbano y lo miró, sus ojos deliberadamente serenos.

—En mi libro —respondió con una tranquilidad que le costó hasta la última gota de su autocontrol—. En la protagonista. Está atrapada en un castillo precioso y se pregunta si la seguridad que le ofrecen vale el precio de su alma.

La mandíbula de Nicolás se tensó. Esa respuesta, esa rebelión intelectual y metafórica, lo irritó más que si le hubiera gritado. Era un desafío sutil, una prueba de que, aunque había encerrado su cuerpo, la mente de ella seguía siendo un territorio libre y hostil.

Dejó el vaso sobre la barra con un golpe seco y caminó hacia ella. Se detuvo justo delante, su imponente figura bloqueando la luz del atardecer.

—No me provoques, Andrea. No hoy.

—Yo no te estoy provocando —replicó ella, obligándose a no retroceder—. Solo estoy respondiendo a tu pregunta. Pensaba en mi trabajo. El trabajo que, según tú, es mi única ocupación ahora.

Él dio el último paso, invadiendo su espacio personal. El olor a whisky y a su colonia de sándalo la envolvieron. Sus manos subieron y la sujetaron suavemente por los hombros, pero el gesto no tenía nada de tierno. Era un ancla.

—Todo lo que hago —siseó, su rostro a centímetros del de ella—, cada guerra que libro ahí fuera, cada enemigo que aplasto, es para mantener este santuario. Para mantenerte a ti a salvo. Y a cambio, lo único que exijo es tu lealtad. Tu gratitud.

Andrea sintió una oleada de valor, alimentada por la injusticia y el consejo de Seraphina.

—¿Lealtad a mi carcelero? —dijo, su voz era un susurro afilado—. La lealtad se gana, Nicolás. No se impone con amenazas y jaulas de oro.

La palabra "carcelero" fue el detonador.

Su agarre se apretó y, en un movimiento rápido, la giró y la aprisionó entre su cuerpo y el frío cristal del ventanal.

Andrea ahogó un grito, el paisaje de la ciudad girando a su espalda. Él apoyó sus antebrazos en el cristal a cada lado de la cabeza de ella, atrapándola por completo. Su cuerpo era una barrera de calor y músculo.

—Quizás necesites que te recuerde quién manda aquí —murmuró, su aliento cálido contra la piel de su cuello—. Quizás he sido demasiado... paciente.

Estaba a punto de decir algo más, de sellar su dominio, cuando un teléfono vibró sobre la mesa de centro. No era el suyo. Era el de Andrea.

Con un movimiento fluido, sin soltarla de su encierro, alargó un brazo y cogió el teléfono. La pantalla se iluminó.

Luciano Ferrer.

Los ojos de Nicolás se convirtieron en dos esquirlas de hielo negro. La furia que había mantenido a raya, la humillación por la derrota de Kaelus y la frustración por la indomable voluntad de Andrea, todo convergió en un único punto de odio puro.

Soltó a Andrea bruscamente y le dio la espalda, contestando el teléfono de ella.

Luciano, al otro lado de la línea, habló primero, su voz era cálida, preocupada.

—¿Andrea? Soy Luciano. No he sabido nada de ti, solo quería asegu...

Fue interrumpido por una voz que no era la de ella. Una voz que era puro hielo y veneno.

—Ferrer.

Hubo un silencio de impacto en la línea. Luciano tardó un segundo en procesarlo.




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