Despertó con un dolor punzante en la sien.
La luz que se filtraba por la rendija de la persiana era escasa. El aire, denso. Intentó moverse, pero tenía las muñecas atadas con una cinta de plástico, apretada justo por encima del hueso. Cada movimiento le dolía.
Estaba sola.
El lugar era pequeño, quizás un depósito. No había ventanas visibles, sólo una puerta metálica cerrada desde fuera. A su alrededor, cajas, herramientas viejas y un olor persistente a humedad. Por un instante, sintió pánico. Pero Carolina Rodríguez no era de las que se quebraban.
Recordó el golpe en el cuello, la figura encapuchada. Apenas un instante. Luego, la oscuridad.
“Martín.”
No había duda. Él la había encontrado. Y ahora, la necesitaba callada.
Ella sabía demasiado.
Durante meses, había seguido sus pasos, husmeado en sus movimientos, rastreado llamadas. No por venganza, ni por justicia: por redención. Alguna vez había trabajado de su lado. Había creído en él, como todos. Hasta que vio lo que era capaz de hacer.
Lo que le hizo a su hermano.
Él, Tomás Rodríguez, el fiscal desaparecido cinco años atrás, nunca había tenido un caso que lo expusiera tanto... hasta que cruzó la ruta de Martín Ortega. En ese entonces, nadie conectó los puntos. La causa se cerró. Desaparición voluntaria. Sin pruebas. Sin cuerpo.
Pero Carolina no se conformó con eso.
Estudió criminología. Se infiltró en foros. Consiguió acceso a bases de datos. Y cuando su nombre apareció como informante en una investigación menor, Martín la encontró. Lo suficiente para dejarle claro que estaba marcada. Pero ella no retrocedió. Aprendió a moverse en las sombras.
Matías había sido un error. Un error que no lamentaba.
Le confió parte de la historia porque lo vio diferente. Alguien limpio. Alguien que podría cambiar las cosas. Pero no le dio todo. No le contó quién era realmente ni lo que sabía de Martín. Aún no confiaba lo suficiente. Ahora lamentaba no haberlo hecho.
La puerta se abrió con un chirrido.
Un hombre entró. Rostro cubierto. Silencio absoluto. Le dejó una botella de agua y se marchó. Sin una palabra. Como si supiera que ella no necesitaba amenazas.
Solo tiempo.
Carolina se movió como pudo. Había escondido una hoja de metal en el dobladillo de su chaqueta, atada con hilo dental. No era gran cosa, pero podría ayudarla a cortar la cinta si se concentraba.
Mientras lo hacía, repasaba los nombres, los documentos, la red de Martín. Todo estaba en su cabeza. Había copias, sí, pero si no salía viva de allí, todo desaparecería.
“No. No voy a morir así.”
Empezó a cortar.
Lenta, metódica. Sabía que no tenía mucho tiempo. Martín Ortega jugaba ajedrez. Y ella, esta vez, iba a ser la pieza que no vio venir.
Editado: 10.05.2025