La oficina estaba oscura. Solo una lámpara sobre el escritorio lanzaba un cono de luz amarillento sobre un vaso de whisky, medio vacío.
Martín Ortega estaba sentado, como si no se hubiera movido en horas. El saco colgado en la silla, la corbata aflojada, el rostro oculto entre sombras. En el suelo, al lado de sus pies, descansaba una carpeta abierta con fotografías esparcidas. Algunas viejas. Otras tomadas hacía apenas días.
En una de ellas, Matías y Carolina en la estación.
Sonrió.
No esa sonrisa cálida con la que solía recibir a los testigos. Tampoco la falsa que usaba con los superiores. Era otra: una sonrisa seca, real. La de alguien que sabe algo que los demás aún no descubren.
Tomó el vaso. Bebió.
Luego, apretó un botón en su teléfono fijo.
—Dígame —respondió una voz al otro lado.
—Activen la contingencia. El material ya cambió de manos.
—¿Está seguro?
—Sí. Justo como queríamos.
Colgó.
Se levantó, con movimientos lentos, metódicos. Como si todo estuviera escrito. Reunió las fotos, cerró la carpeta y la colocó en un cajón, que cerró con llave.
Al salir de la oficina, se detuvo en el umbral. Observó la ciudad a través del ventanal. Las luces titilaban como una constelación indiferente.
Murmuró:
—A veces, para que la verdad funcione… hay que mentirla.
Y se fue.
Editado: 10.05.2025