=El Loft, Lauría - Mañana=
El silencio de la mañana era la peor de las torturas. Andrea se despertó en una cama tan grande que podría haberse perdido en ella, las sábanas de un hilo tan fino que parecían no pesar nada. La luz del sol inundaba el dormitorio a través del ventanal, pero no traía calor, solo una claridad cruda que exponía su nueva realidad como una pieza de museo en una vitrina.
Salió al salón con el sigilo de un ladrón en casa ajena. Nicolás ya estaba despierto. Estaba de pie junto a la isla de la cocina, impecablemente vestido con un traje gris marengo que contrastaba con la informalidad de la escena. Sostenía una taza de café en una mano y una tablet en la otra. Parecía el dueño del mundo, haciendo una pausa en su conquista para desayunar.
Levantó la vista cuando ella se acercó. No había rastro de la tensión de la noche anterior. Su rostro era una máscara de tranquila cordialidad.
—Buenos días —dijo—. Hay café hecho. Y el conserje trajo el desayuno. Croissants y fruta. Sírvete lo que quieras.
Andrea no dijo nada. Se sirvió una taza de café negro, el amargor era bienvenido. La normalidad de él era un arma psicológica. Estaba actuando como si fueran una pareja normal, borrando con su actitud el secuestro y la confrontación.
—Tengo un par de videollamadas importantes esta mañana —continuó él, como si le diera un parte de su agenda—. Trabajaré desde el estudio. Volveré para la cena. Si necesitas algo, ya sabes el número del conserje.
Se terminó el café de un trago, dejó la taza en el fregadero y se dirigió a una puerta que Andrea no había explorado. Antes de desaparecer, se giró.
—Ah, y Andrea. No intentes salir del edificio sin avisar. Es por tu seguridad.
La puerta se cerró, dejándola sola en la jaula silenciosa y perfectamente abastecida.
=El Loft, Lauría - Día=
Las horas se arrastraron con una lentitud exasperante. Andrea recorrió el loft como un animal enjaulado. Tocó la fría superficie de los muebles de diseño, se asomó por el vertiginoso ventanal a una ciudad que ya no sentía como una oportunidad, sino como el decorado de su prisión.
Intentó escribir, pero las palabras se sentían vacías.
¿Cómo escribir sobre libertad cuando te la han arrebatado de una forma tan absoluta?
Necesitaba algo, cualquier cosa, que fuera suya. Un ancla en ese mar de lujo ajeno. Recordó sus libros, todavía en las cajas de la mudanza. Buscó entre ellas hasta que encontró la que contenía sus cosas más personales. Al abrirla, encima de sus cuadernos, vio una pequeña caja de madera que no reconoció. No era suya. Era de él.
Probablemente la habían empacado por error.
La curiosidad, un sentimiento que creía muerto, la venció. La abrió.
Dentro, sobre un lecho de terciopelo desgastado, no había gemelos de oro ni relojes caros. Había un pequeño caballito de madera, al que le faltaba una pata, el primer juguete que su padre le talló. Y debajo, una fotografía.
Una imagen pequeña, descolorida por el tiempo, con los bordes doblados.
Eran sus padres. Sonriendo, jóvenes, en un día de campo que ella apenas recordaba. Era la única foto que creía haber perdido para siempre en el caos que siguió al accidente.
Se le cayó el alma a los pies. ¿Por qué Nicolás tenía esto? ¿Por qué él, el hombre que le había quitado su futuro, había estado guardando con tanto esmero el único vestigio de su pasado?
Recordó haber llorado desconsoladamente en la mansión, con diez años, buscando esa foto. Tía Clara le había dicho con frialdad que probablemente se había tirado a la basura con el resto de las "cosas viejas". Pero no. Nicolás, el joven de diecisiete años que apenas le hablaba, la había encontrado. Y la había guardado.
Durante ocho años, la había guardado para ella.
La imagen del monstruo controlador y despiadado se resquebrajó. Debajo, vislumbró algo más. Algo que no entendía y que la asustaba aún más que su furia.
=El Loft, Lauría - Noche=
La noche no trajo alivio, solo una nueva oleada de pensamientos confusos. Nicolás había vuelto, habían cenado en un silencio casi total, y él se había retirado de nuevo al estudio. Andrea, incapaz de conciliar el sueño, se levantó de la cama pasada la medianoche. La imagen de la foto de sus padres no la dejaba en paz.
Fue a la cocina a por un vaso de agua. Al pasar por el salón, la luz de la luna que entraba por el ventanal iluminaba la figura de un hombre dormido en el largo sofá de diseño.
Era Nicolás.
No había ocupado el segundo dormitorio. Estaba allí, en el sofá, cubierto solo con la chaqueta de su traje. Su rostro, en el sueño, había perdido la máscara de control. Parecía más joven. Parecía... exhausto. Las líneas de tensión alrededor de su boca se habían suavizado, y por primera vez, Andrea vio la vulnerabilidad que siempre ocultaba.
Se quedó inmóvil, observándolo. Y entonces, él se agitó. Su ceño se frunció.
—No... —murmuró, su voz ahogada por el sueño—. No la dejen... sola...
Andrea contuvo la respiración.