=Penthouse Volkov, Lauría - Noche=
El penthouse de Seraphina era un testamento del poder de un hombre. A diferencia del minimalismo frío del loft de Andrea, este lugar estaba anclado en la historia y el peso. Paredes revestidas de madera oscura, alfombras persas que absorbían el sonido, y una colección de arte que no parecía elegida por gusto, sino por su valor de inversión. Era un mausoleo opulento. Seraphina, acurrucada en un sofá de cuero que podría haber pertenecido a un zar, parecía una mariposa atrapada en una vitrina de caoba.
La pesada puerta principal se abrió sin previo aviso, y Dimitri Volkov entró. Era un hombre que absorbía la luz. En sus treinta y tantos, su cuerpo era el de un luchador, musculoso y ágil, con una presencia que llenaba la habitación. Su rostro, de rasgos marcados y una mirada penetrante de ojos grises, era innegablemente atractivo, aunque marcado por una fina cicatriz blanca que le rozaba una ceja, un recordatorio permanente de un mundo donde las disputas no se resolvían con abogados.
Seraphina no levantó la vista del libro que leía. Sabía que había llegado.
Él caminó por la sala sin hacer ruido y se detuvo detrás de ella. No dijo nada. Simplemente apoyó una mano grande y pesada sobre su hombro, un gesto que era a la vez un ancla y una cadena. Se inclinó y besó la corona de su cabeza.
—Moya zvezda —murmuró, su voz un retumbar grave que vibró a través de ella. Mi estrella.
Dejó una pequeña caja de terciopelo azul sobre la mesa. Dentro, un par de pendientes de zafiros y diamantes. Un regalo casual que valdría más que diez años de la beca de Andrea.
—¿Un día tranquilo? —preguntó él, mientras se servía un vaso de vodka de una licorera de cristal.
—Muy tranquilo —respondió Seraphina, pasando una página con deliberada calma—. Estuve en la piscina. Conocí a una vecina nueva. Una chica joven.
Dimitri se giró, el vaso en la mano. Su interés era casi nulo, pero sus ojos de un gris gélido lo registraban todo. —¿Ah, sí? Un alma nueva en esta torre de silencio. ¿Tiene nombre?
—Andrea.
Dimitri repitió el nombre en voz baja, probando su peso en la lengua.
—Andrea... —Tomó un sorbo de vodka—. ¿Andrea qué? ¿De dónde es?
—No lo sé —respondió Seraphina, encogiéndose de hombros con elegancia—. No hemos intercambiado currículums. Solo es una chica que parecía tan aburrida como yo.
Él sonrió, pero la sonrisa no alcanzó sus ojos.
—Es bueno que tengas con quien hablar. La soledad no le sienta bien a la belleza.
Se sentó en un sillón frente a ella, observándola en silencio por encima del borde de su vaso. La conversación había terminado, pero la evaluación acababa de empezar. En su mente, ya había dado la orden. Para el amanecer, sabría hasta el último detalle de la vida de "Andrea".
=Terraza del Loft de Andrea - Al día siguiente=
Seraphina llegó a la hora acordada, con una botella de Sancerre helado y dos copas, como había prometido. Su mirada recorrió el loft de Andrea. No dijo nada, pero sus ojos lo absorbieron todo: el espacio vacío, los muebles caros pero impersonales, la ausencia total de un toque personal.
—Bonita jaula —dijo en voz baja, con una media sonrisa triste, mientras salían a la terraza—. El diseño es diferente, pero la arquitectura es la misma.
Se sentaron. El sol de la tarde era cálido, pero Andrea sentía un frío interno. Se sentía expuesta, vulnerable. No sabía cómo empezar, qué decir. Fue Seraphina quien, después de servir el vino, rompió el hielo.
—El mío llegó anoche de Ginebra —dijo, mirando las burbujas en su copa—. Y lo primero que ha hecho esta mañana ha sido llamar a su jefe de seguridad para revisar mi agenda de la semana. Lo llama "coordinar sinergias". A mí me suena a que quiere asegurarse de que no me fugue con el instructor de yoga.
El sarcasmo era tan agudo que Andrea no pudo evitar una pequeña sonrisa. Era una invitación, una prueba.
Andrea miró su propia copa. La confesión de Seraphina le dio un extraño tipo de valor. No para quejarse, sino para constatar un hecho. Dio un pequeño y amargo sorbo de vino.
—Al menos el tuyo se interesa por tu agenda —dijo, su voz casi un susurro—. A mí, hace unos dias, me notificaron que me desalojaban de mi apartamento. Y unas horas después, qué casualidad, él apareció en mi puerta con las llaves de este sitio. Ni siquiera preguntó. Solo me informó de cuál era mi nueva dirección.
Seraphina dejó de sonreír. Dejó su copa sobre la mesa y la miró, esta vez con una seriedad y una empatía que sobrecogieron a Andrea. No dijo "qué horrible" o "qué terrible". Dijo algo mucho peor, porque era verdad.
—Ah —dijo asintiendo lentamente—. El rescate forzoso. Crear una crisis que solo ellos pueden solucionar para que les debas no solo tu sustento, sino tu propia seguridad. Es una de sus jugadas más efectivas. Y de las más crueles.
En ese momento, Andrea sintió que el dique que contenía sus emociones se agrietaba. Por primera vez, alguien no la miraba con lástima, sino con el conocimiento absoluto de quien ha vivido la misma estrategia.
—El hombre que hace esto... —empezó a decir Andrea, su voz quebrándose—, gobierna desde una torre de cristal. Es un rey corporativo. Sus armas son los contratos y las llamadas telefónicas.