=Oficinas Centrales de Barreiros Corp., Cauria - Tarde=
El despacho de Don Eliseo Barreiros en el piso 50 de su torre era menos una oficina y más el trono de un dios moderno. El silencio era absoluto, roto solo por el suave murmullo de la ciudad que se extendía a sus pies como una alfombra de poder. Fue ese silencio el que rompió Clara Barreiros al entrar sin ser anunciada, sus tacones de aguja repiqueteando sobre el mármol italiano con una furia contenida.
—¿Hasta cuándo piensas permitir este circo, Eliseo? —dijo, su voz tan afilada como su figura. Se detuvo frente al enorme escritorio de su hermano—. Nicolás lleva semanas en Lauría, jugando a la casita con esa muchacha. ¿Has perdido el control sobre tu propio heredero?
Eliseo no levantó la vista de los informes que estaba firmando. Una sonrisa casi imperceptible curvó sus labios.
—Al contrario, querida hermana. Nunca he tenido tanto control.
—¿Control? ¡Está descuidando sus responsabilidades! ¡Y todo por ella!
—Está demostrando ser un oponente excelente —dijo Eliseo, finalmente alzando sus fríos ojos azules—. Y me está dando la cobertura perfecta.
Clara frunció el ceño.
—¿De qué hablas?
—Yo ya estaba presionando a Ignacio Ferrer —explicó Eliseo con la paciencia de un profesor explicando una lección simple—. Pequeños movimientos, ataques leves en sus flancos más débiles. Quería su división asiática, pero no podía parecer el agresor. Y entonces, mi hijo, nuestro impulsivo Nicolás, decide declarar una guerra abierta por su... capricho personal. Ahora, cada golpe que doy parece una represalia en su nombre. Ignacio ve la obsesión de un muchacho, no la estrategia de un imperio. Nicolás me ha dado la excusa perfecta para devorarlo mientras le doy palmadas en la espalda y finjo ser su aliado.
Clara asintió, reconociendo la astucia de la jugada, pero su preocupación no disminuyó.
—Es peligroso. Dejarlos juntos tanto tiempo, sin mi supervisión... Ella es igual que su madre. Hará cualquier cosa para atraparlo.
—No te preocupes por eso. —Eliseo se recostó en su sillón de piel—. Cuando haya terminado con los Ferrer, citaré a la pequeña Andrea Paz a esta misma oficina. Le recordaré, con toda la amabilidad de la que soy capaz, que no debe morder la mano que evitó que se muriera de hambre. Le exigiré que se aleje de Nicolás para siempre. Y ambos la conocemos, Clara. Es orgullosa, pero obedecerá. Siempre lo ha hecho.
La mujer apretó los labios, una línea fina y amarga.
—Lo que siempre he dicho en estos últimos ocho años —siseó—. Jamás se debió traer a Andrea con los Barreiros.
—No podía parecer egoísta ante la hija huérfana de Javier —replicó Eliseo, un matiz irónico en su voz—. Después de todo, el mundo entero creía que éramos los mejores amigos.
Clara resopló con desdén.
—Una amistad que debió terminar en cuanto crecieron. Los Paz ya no pertenecían a nuestro círculo social. Estaban en la quiebra.
Eliseo sonrió, una sonrisa gélida que no tocó sus ojos. Se puso de pie y caminó lentamente hacia el enorme ventanal, sus manos entrelazadas a la espalda.
—Ellos nunca se dieron cuenta, ¿sabes? —dijo, su voz resonando en el silencio—. Nunca supieron que fue nuestro padre quien los llevó a la quiebra. Que cada "mal negocio", cada "inversor fallido", fue orquestado por él. Adquirir su empresa por una miseria no fue un rescate. Fue el golpe de gracia. Y murieron agradecidos. Agradecidos a su propio verdugo.
Clara se quedó inmóvil. La temperatura de la habitación pareció bajar varios grados.
—Y al recibir a la hija de Javier, al entregártela para que la criaras a tu manera —continuó Eliseo, su voz ahora un susurro venenoso—, te di la oportunidad que siempre quisiste, hermana. Te di la oportunidad de vengar la traición de Javier Paz con esa mujer... Lucía.
Clara cerró los ojos, sus manos apretándose en puños a sus costados. El recuerdo era una herida que nunca había cicatrizado. Javier, su prometido, rompiendo su compromiso un mes antes de la boda.
Se había enamorado, le dijo. Una visita de negocios fuera de Cauria, y la había cambiado por una simple maestra de niños. Una mujer sin clase, sin un apellido de peso. Alguien común. Su padre, Aaron Barreiros, había visto su sufrimiento, su deseo de venganza, y había destruido a la familia Paz con la precisión de un cirujano. Un corte tan limpio que nunca supieron quién sostenía el bisturí.
Sin girarse, Clara habló, su voz tensa.
—Solo espero que el tiempo que estás permitiendo que Nicolás esté en Lauría no traiga consecuencias irreversibles. Andrea es igual que su madre... una desvergonzada. Podría usar un embarazo para obtener lo que quiere.
Eliseo se giró lentamente, su rostro era una máscara de absoluta certeza.
—No lo hará —dijo con una frialdad que congelaba el alma—. Porque te doy mi palabra, Clara, que un hijo de Nicolás Barreiros y Andrea Paz... jamás nacería.
=Universidad de Lauría - Tarde=
Andrea sentía la cabeza embotada. La beca que le había permitido escapar de Cauria se sentía ahora como otra jaula, una donde debía rendir cuentas, producir, crear. Y no podía.