=El Loft, Lauría - Mañana=
La mañana siguiente se desarrolló bajo una nueva y tensa tregua. Era una coreografía de control y sumisión actuada. Antoine, el chef privado, preparó un desayuno silencioso y perfecto. Andrea, vestida con un conjunto de pantalón y blusa de seda gris que le había elegido Madame Laurent, se sentó a la mesa e interpretó su papel. Comía despacio, respondía a las preguntas de Antoine con monosílabos corteses y evitaba la mirada de Nicolás, que estaba sentado en la cabecera de la mesa, leyendo informes en una tablet.
Él, por su parte, la observaba por encima de la pantalla. Estudiaba su calma, su obediencia. La pulsera de diamantes brillaba en su muñeca cada vez que levantaba su taza de té. Le gustaba lo que veía, pero la aceptación tranquila de Andrea lo mantenía en un estado de alerta. Era demasiado fácil.
—Mi tía llegará mañana —dijo él de repente, como si retomara una conversación—. Cuando esté aquí, quiero que te dirijas a ella con el debido respeto. Es la mujer que te acogió, que te crio.
Andrea sintió un sabor amargo en la boca, pero su rostro permaneció impasible. "La mujer que me torturó con su caridad", pensó.
—Por supuesto, Nicolás —respondió, su voz era suave y vacía.
—Te tratará con amabilidad, pero no te dejes engañar. Estará analizando cada palabra, cada gesto. Busca una debilidad, una fisura. No se la daremos. Somos un frente unido. Una familia.
"Una familia", repitió Andrea en su cabeza. La palabra era una broma macabra.
Justo en ese instante, el timbre del ascensor privado sonó, un sonido nítido que anunció una llegada directamente al vestíbulo del loft. Era demasiado temprano para cualquier visita de negocios.
Nicolás frunció el ceño, molesto por la interrupción.
—Esperaba un paquete, debe ser eso.
Pero no era un paquete. La puerta del vestíbulo se abrió y la figura que apareció en el umbral del salón hizo que el aire de la habitación se congelara.
Era Clara Barreiros.
Estaba impecable, como siempre, con un traje de chaqueta color crema y un pañuelo de seda anudado al cuello. Detrás de ella, un botones del edificio luchaba por manejar dos maletas de lujo. Su mirada de acero recorrió la escena: la mesa del desayuno, la intimidad doméstica, y se posó primero en Nicolás, con una expresión de reproche, y luego en Andrea.
Y en esa mirada, Andrea volvió a tener diez años.
El loft de lujo desapareció, reemplazado por los fríos y silenciosos pasillos de la mansión de Cauria.
Volvió a ser la niña huérfana, la pieza de atrezo, la mancha en el perfecto tapiz de los Barreiros. El peso de la mirada de Clara era físico, una presión diseñada para encogerla, para recordarle su insignificancia.
Nicolás se levantó lentamente, su rostro era una máscara de sorpresa controlada. La llegada anticipada de su tía era una emboscada, y lo sabía.
—Tía Clara —dijo, su voz era tensa—. Te esperábamos mañana.
—Decidí adelantarlo todo, querido —respondió Clara, entrando en el salón con la autoridad de una reina que inspecciona una provincia rebelde—. No soportaba la idea de que estuvieras aquí solo, tan... ocupado.
Sus ojos se clavaron en Andrea. La recorrieron de arriba abajo, notando la ropa cara, la pulsera de diamantes. No había aprobación en su mirada, sino una evaluación crítica, como si viera a una sirvienta jugando a ser la señora de la casa.
—Andrea, querida —dijo Clara, y su voz era una caricia de seda que ocultaba espinas—. Qué... radiante luces. Lauría te sienta de maravilla. O quizás es la infinita generosidad de mi sobrino.
Cada palabra era un golpe calculado, diseñado para recordarle a Andrea que todo lo que tenía, todo lo que era en ese momento, era prestado. Era caridad.
Andrea sintió que sus pulmones se comprimían. El pánico, ese viejo conocido de su infancia, amenazaba con ahogarla. Pero entonces, sintió el frío de los diamantes en su muñeca. La correa. El guante. El desafío de Nicolás. No le daremos ninguna fisura.
Respiró hondo y se obligó a ponerse de pie. Levantó la barbilla y miró a la mujer que había definido su vida con dolor.
—Tía Clara —dijo, y se sorprendió al oír su propia voz, estable y serena—. Qué agradable sorpresa. Bienvenida.
La calma de Andrea descolocó a Clara por una fracción de segundo. Esperaba ver a la niña asustada de siempre. En su lugar, encontró a una joven mujer interpretando el papel de anfitriona con una compostura gélida.
Nicolás, que había estado observando la interacción como un halcón, intervino. Puso una mano en la espalda de Andrea, un gesto posesivo y de apoyo a la vez.
—Sí, una sorpresa. Antoine —llamó al chef, que se había quedado paralizado en la cocina—, prepara una habitación de invitados para mi tía. Y tráenos más café. Parece que tenemos mucho de qué hablar.
Clara sonrió, una sonrisa fina y peligrosa. —Oh, sí, sobrino. Muchísimo. Pero primero, muéstrame cómo has estado... cuidando... de la pequeña Andrea. Quiero ver todos los detalles.
El énfasis en "cuidando" y "pequeña" fue una declaración de guerra. El invierno no había llegado a Lauría. Había entrado por la puerta principal. Y Andrea se dio cuenta de que ahora estaba atrapada, no entre las paredes de una jaula, sino entre las dos personas que se disputaban la llave.