=El Loft, Lauría - Tarde=
El sonido de la llave girando en la cerradura fue definitivo, un punto final a la cordura. En el pasillo, Nicolás se apoyó contra la puerta de la habitación de Andrea, con la respiración agitada, escuchando el sonido sordo y desesperado de los puños de ella golpeando la madera. Cada golpe era un eco de su propio fracaso.
Clara se acercó, su rostro una mezcla de satisfacción por haber tenido razón y una pizca de temor ante la violencia que había presenciado.
—Haces bien, Nicolás —dijo, su voz era un bálsamo venenoso—. Necesitas concentrarte. Esta distracción te ha costado una fortuna y, lo que es peor, tu reputación. Ahora, llama a tu padre. Prepara al equipo legal. Debes volver a Cauria de inmediato y…
—Cállate.
La palabra fue un susurro tan bajo y cargado de furia que Clara retrocedió como si la hubieran abofeteado. Nicolás se enderezó lentamente y se giró para enfrentarla. Sus ojos ya no estaban llenos de la rabia caliente de antes; ahora eran dos pozos de un hielo letal.
—Tú —dijo, y cada sílaba era una esquirla de hielo—. Tú provocaste esto. Viniste a mi casa, a mi vida, y vertiste tu veneno. Disfrutaste viéndome perder el control.
—¡Yo solo te advertí! ¡Te abrí los ojos! —replicó Clara, ofendida.
—No. Me usaste, como siempre —dijo él, dando un paso hacia ella—. Usaste mi furia para herirla a ella. Porque nunca has soportado ver que algo en mi vida no te perteneciera. —Se detuvo a centímetros de ella, su imponente figura proyectando una sombra sobre la de su tía—. Vete a tu habitación. No quiero verte. No quiero oírte. Y reza para que cuando salga de mi estudio, haya encontrado una razón para no enviarte de vuelta a Cauria en el primer avión de carga disponible.
La amenaza fue tan brutal y tan real que Clara, por primera vez en su vida, sintió un miedo genuino hacia el monstruo que había ayudado a crear. Sin decir una palabra más, se dio media vuelta y se retiró a su habitación de invitados, la matriarca destronada temporalmente.
Nicolás se quedó solo en el pasillo. El silencio desde el otro lado de la puerta de Andrea era ahora más ensordecedor que los golpes. Se dirigió a su estudio, cerró la puerta y el mundo que había construido se derrumbó a su alrededor.
=Estudio de Nicolás - Tarde/Noche=
La rabia se había ido. En su lugar, quedó un vacío nauseabundo. Se sirvió un whisky con mano temblorosa y lo bebió de un solo trago, el líquido quemándole la garganta, pero sin lograr apagar el fuego helado que sentía por dentro.
Miró sus manos. Las manos que habían sujetado a Andrea, que la habían sacudido. Las mismas manos que, en teoría, debían protegerla. Sintió un autodesprecio tan profundo que lo ahogaba. En su momento de mayor debilidad, de mayor humillación profesional, había arremetido contra la única persona que no tenía la culpa de nada. Se había convertido en su padre. En su tía. Se había convertido en todo lo que odiaba.
Recordó el desafío en los ojos de Andrea, incluso cuando estaba aterrorizada. “Tu guerra no es la mía”. Y tenía razón. Él la había arrastrado a su mundo de violencia y poder, la había encerrado, la había adornado con diamantes como a una mascota premiada y luego la había castigado cuando el mundo exterior le había recordado que no era invencible.
La encerró, se dio cuenta con una claridad horrible, no para castigarla. La encerró para protegerla de él. De la bestia que había salido de su jaula.
Su furia, ahora sin el veneno de Clara para dirigirla, encontró su verdadero cauce. Luciano Ferrer. El hombre que se atrevió a tocar su imperio. Y Clara Barreiros. La mujer que había envenenado su mente desde niño, construyendo muros donde debería haber habido puentes.
La guerra ya no era en un solo frente. Ahora eran dos. Una externa, contra el mundo. Y una interna, contra su propia familia. Y sabía cuál debía ganar primero.
Pasaron las horas. El sol se puso, tiñendo el cielo de Lauría de tonos anaranjados y púrpuras que Nicolás no vio. Solo veía la oscuridad de su estudio y la imagen del rostro de Andrea, asustado pero indomable.
Finalmente, se levantó. Salió de su estudio y se dirigió a la cocina. Antoine y el resto del servicio habían desaparecido, probablemente por orden suya o por puro instinto de supervivencia. Tomó una bandeja de plata. Puso sobre ella una botella de agua, un vaso y un plato con algunas de las frutas que a ella le gustaban. Un gesto torpe, inadecuado, pero era lo único que su atrofiado lenguaje emocional le permitía.
Caminó por el pasillo silencioso hasta la puerta de ella. Dejó la bandeja en el suelo. Luego, metió la mano en el bolsillo, sacó la llave y, con un movimiento lento y deliberado, la introdujo en la cerradura y la giró. El clic de la cerradura al abrirse fue un sonido de rendición.
Empujó la puerta, dejándola entreabierta. No miró dentro. No dijo una palabra. Simplemente se dio la vuelta y caminó de regreso a la oscuridad de su estudio, dejándola con una puerta abierta y la elección de qué hacer con esa nueva y frágil libertad.
=Habitación de Andrea - Noche=
Andrea estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada contra la cama. Hacía horas que había dejado de llorar. Las lágrimas se habían secado, dejando tras de sí una claridad fría y dura. El miedo seguía allí, un nudo helado en su estómago, pero ahora estaba cubierto por una capa de resolución.