=Lauría, Días Después=
Antes de dejar Lauría, insistieron en despedirse de sus inesperados aliados. En el penthouse de los Volkov, el encuentro fue breve y cargado de un entendimiento tácito. Dimitri y Nicolás se dieron la mano, un gesto que era menos una amistad y más un pacto de no agresión y respeto mutuo entre reyes. Mientras tanto, Seraphina abrazó a Andrea con fuerza.
—Si alguna vez necesitas un santuario, mi puerta siempre estará abierta —le susurró al oído.
—Y la mía para ti —respondió Andrea, una promesa de una amistad forjada en el fuego.
=Una Nueva Mansión en Cauria - Tarde=
Regresar a Cauria no fue volver a la jaula. Fue una conquista. Nicolás no la llevó a la opresiva mansión Barreiros. En su lugar, el auto se detuvo frente a una impresionante propiedad de arquitectura moderna, rodeada de jardines y muros altos. Una casa de luz y cristal.
—Bienvenida a nuestro hogar —dijo Nicolás.
Por dentro, la casa ya estaba amueblada con un gusto exquisito que era una mezcla de la elegancia de él y la calidez que ella anhelaba. Un mayordomo y un equipo de personal los recibieron. Y por primera vez desde que tenía diez años, Andrea no se sintió como una invitada de caridad. Se sintió como la señora de la casa. Tenía libertad, aunque una libertad vigilada por un discreto pero omnipresente equipo de guardaespaldas que Nicolás había asignado exclusivamente para ella. Era una jaula, sí, pero era una que ella había elegido, y el carcelero ahora dormía a su lado.
Esa tarde, Nicolás tuvo que salir para una reunión urgente en la ciudad.
—No tardaré —prometió, besándola—. Disfruta de la casa. Hazla tuya.
Clara Barreiros había estado vigilando. Desde que supo que Nicolás había regresado, había tenido un auto apostado cerca de la nueva propiedad. Cuando vio el sedán oscuro de su sobrino salir de la finca, supo que era su momento.
El timbre sonó. El mayordomo, un hombre mayor y de aspecto formal llamado Arthur, anunció la visita.
—La señora Clara Barreiros está aquí para verla, señora.
Andrea sintió un escalofrío, pero su rostro permaneció sereno. Mientras Arthur se dirigía a la entrada, ella tomó su celular con calma, buscó el número de Nicolás y presionó llamar. Se lo guardó en el bolsillo del pantalón justo cuando Clara entraba en el salón, con la furia apenas contenida tras una máscara de fría cortesía. Nicolás, al otro lado de la línea, escucharía todo.
—Andrea, querida —comenzó Clara, su mirada barriendo el lujoso entorno con desdén—. Qué rápido te acostumbras a la opulencia. Supongo que es algo que llevas en la sangre. Tu madre también era muy buena consiguiendo que los hombres le dieran lo que no merecía.
Andrea permaneció de pie, en silencio.
—Estoy aquí para hacerte una última oferta —continuó Clara, caminando hacia ella—. Nicolás ha perdido la cabeza, pero yo puedo arreglarlo. Te daré lo que quieras. Pon tú la cifra. Un cheque en blanco. Para que desaparezcas de nuestras vidas para siempre.
—No —respondió Andrea, su voz era tranquila pero firme—. No puede comprar lo que no está en venta. Amo a Nicolás.
Clara soltó una risa cortante y amarga.
—¿Amor? ¡Tú no sabes nada del amor! ¡Solo sabes arruinarlo todo, igual que ella! ¡Terminarás destruyendo la vida de Nicolás como tu madre destruyó la de tu padre!
—¿Destruirla? —replicó Andrea, y por primera vez, su voz tenía un filo—. Mis padres no tenían dinero, pero eran felices. Se amaban. Nunca vi en mi casa la amargura que veo en sus ojos cada vez que me mira, tía Clara. Usted tiene todo el dinero del mundo y vive en un mausoleo de infelicidad.
La verdad de sus palabras fue como una bofetada.
La máscara de Clara se hizo añicos. Con un grito de rabia pura, levantó la mano para golpear a Andrea.
Pero el golpe nunca llegó.
Andrea, moviéndose con una velocidad que sorprendió a ambas, le sujetó la muñeca en el aire. Su agarre fue firme, inquebrantable.
—No —dijo, su voz era un susurro helado—. No volverá a ponerme una mano encima nunca más.
Clara la miró, sus ojos desorbitados por la sorpresa y la furia.
—Durante ocho años, usted me ha hecho pagar por un crimen que no cometí —continuó Andrea, su mirada fija en la de Clara—. La deuda que mi padre tenía con usted, la pagué yo. Con cada golpe. Con cada humillación. Con cada día que me hizo sentir insignificante. Pero esa deuda, tía Clara, quedó saldada el día que salí de la mansión Barreiros. Ya no le debo nada.
Fuera de sí, Clara luchó por liberar su brazo. —¡Ese día, la que debía morir en ese accidente era la muerta de hambre de tu madre! ¡Solo ella! —gritó, su voz rota por el odio—. ¡Tu padre ni siquiera debía estar en ese auto!
Las palabras cayeron en el silencio del salón. Y para Andrea, todo encajó.
La mirada de Clara. El odio. Los golpes que pasaba días curando en la cama, con un joven Nicolás curando sus heridas en secreto mientras Clara decía que "era para que aprendiera". La historia que había descubierto a los dieciocho años: que su padre, Javier Paz, había sido el prometido de Clara. Que era Vicepresidente en Barreiros Corp. Que lo había dejado todo, a Clara, la empresa, la fortuna, porque se había enamorado perdidamente de su madre en un viaje de negocios. No la había arruinado; la había elegido.