La migración de las aves

Alma

/24/

Alma

Iba a presentarme como su novia en casa de Dumán. Tenía miedo.

Me había puesto mi jersey de flores y unos vaqueros ajustados, con mis calcetines de la suerte. Nunca me había presentado de ese modo.

Sentía el miedo trepar por mi espalda y columpiarse en mi oreja, susurrar y susurrar que era una mala decisión, que no debí de aceptar.

Sentía mi cuerpo engarrotado, como si no quisiese cooperar. Como si ir a aquella casa fuese la peor decisión de mi vida, como si volver a pisar aquel suelo me hiciese mantener mis pies fijos allí, sin poder retroceder, sin querer marcharse. Como si ese aroma tan familiar me abrazase el cuerpo de una manera que solo tenía el amor de hacerlo. Que solo una madre era capaz de entender.

Quizá era por eso.

Porque mi madre nunca me había desprendido aquel amor.

Quizá por eso sentía que no merecía al amor.

Quizá era porque nunca había tenido madre.

Quizá era porque solo con Dinna era capaz de hablar todo lo que callaba.

Quizá ella si fuese mi madre.

Para mí lo era.

O quizá solo fuese Dumán.

Porque Dumán me desprendía amor, más que el que cualquiera me hubiese podido dar.

Quizá por eso no quería ir a su casa.

Quizá era porque no quería dejar de amarlo.

Quizá me daba miedo.

Quizá… quizá tenía vértigo a lo nuevo.

Pero si de algo estaba segura era que Dumán, no era para mí.

Y de eso me había dado cuenta anteriormente, pero me esforzaba por negarlo.

Porque los dos… somos opuestos. Y yo, solo podía llevarle lágrimas y miedos.

***

Salí de casa con un nudo en la garganta, Flora amaba las Rosas damascenas y mi madre también. Pero eso nadie lo sabía. Por ello, me animé a comprárselas.

Estuve frente a la floristería largo rato. No sabía si entrar o no. De niña, acompañaba a mi padre el día de los enamorados y le compraba una maceta de estas rosas a mi madre. Otras, acompañaba a la propia a por ellas.

Pero ese día iba sola, sola porque mi suegra estaba profundamente enamorada de ese olor. Sola, porque yo ya había perdido a mi madre y creía no volverla a encontrar. Porque tampoco me importaba.

Sola, porque mi padre no sabía que a Flora le encantaba el olor también.

Sola, porque fue de último momento.

A Killian, le llevaba unas galletas de chocolate, que Dumán me había dicho que le encantaban anteriormente.

Pero no quería entrar en la floristería.

Porque si me concentraba, veía a una niña saltar de la mano de su madre hacia la floristería, ella tan sonriente, tan alegre y jaleosa y su madre, tan recta y educada, tan formal como si estuviese en uno de los casos de su trabajo, como si ejercer de abogada le tomase todo el tiempo de esta vida.

Como si no hubiese tiempo para los hijos, para mí.

Me recordaba saltando y a mi madre tomándome de la mano, recuerdo que parábamos frente a la floristería, como ahora estaba yo, y mi madre, me miraba y me aprisionaba la mano con sus perforantes uñas, ónix. Sonreía y me arrastraba hacia aquella tienda, que, parecía inofensiva, pero que escondía el paso de sus garras, el paso de sus zarpas moviéndose rectando, como una víbora.

Pero mi madre no era un animal de tierra, ella era una orca, porque ellas, al igual que las tortugas, abandonaban a sus crías.

Quizá por eso es que no me dolió no tenerla en casa.

Quizá por eso me dolió más el hecho de querer asesinarme.

Porque no me iba a abandonar – aunque lo hizo –, iba a asesinarme a sangre fría.

Respiré y me concentré en las puertas verdes que tenían un semicírculo en el que se agrupaban las líneas de madera verdes que nacían del centro de este y cristales por todas partes. Toda la puerta tenía cristales, tan transparentes como el aire, tan limpios que veías sin problema el interior.

Las plantas colgaban de todos los lugares, la fachada, blanca, era la que hacía que resaltasen todas las flores.

Las flores estaban en estanterías en la puerta y fachada, estaban catalogadas.

Había matices, matices de vida, más claros, más oscuros, más opacos… incluso había muerte en ellas. En las flores.

Cuando venía, me gustaba olfatearlas todas, así sabía cuál podía hacerle competencia a las del perfume mi madre. Había una que sí, que me gustaba más.

Pero nunca se lo dije.

Porque nunca tuve esa oportunidad.

Eran blancas y estaban en verano. En la época bonita para las aves –Puesto que cambiaban su plumaje, maduraban, como decía Ronan – .

Gardenias, se llamaban, creo – pesé antes de suspirar profundamente.

Me fijé en que nada había cambiado y a la vez sentía que todo estaba diferente. Podrían ser el paso de los años, o tal vez no, tal vez era solo el paso de la tristeza, el cómo esta había encontrado una casa entre mis pulmones, el cómo se había instalado en mi corazón y lo peor, es que no venía sola, venía acompañada, porque la tristeza nunca venía sin sus amigos. Nunca venía en solitario. Venía con la nostalgia, con la melancolía, con el dolor… Venía con todos aquellos sentimientos que de niño se solían pintar de colores fríos, de colores oscuros y azules, porque nadie veía alegre un dolor, tampoco una lágrima.

Pero las había.

Y yo, las había visto.

Cuando me dispuse a entrar, una señora de negro caminó frente a mí, elegante, recta, su perfume me envolvió, como en su día lo hizo el de mi madre, pero no, no era ella, no era mi madre.

Entré y una señora de unos cuarenta y cinco años, me sonrió mientras abría los ojos y salía del mostrador.

  • ¡Alma! – gritó con alegría – ¿Cómo está mi pequeñaja favorita?

Pero no le contesté, solo, me limité a mirarla, a inspeccionarla.

Ella, había sido íntima amiga de mi madre, por eso veníamos a esta tienda, por eso solo conocía esta tienda.

Cintia tenía nombre de flor, de ahí contaba haber sacado su pasión por ellas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.