La Misma Tu

1

Junio, 2016

 

Cristina

—Dormilona.

Su voz era lo primero que escuchaba todos los días al despertar desde hacía tres años. Sonreí adormilada y, sin abrir los ojos, me volteé. Caí en sus brazos, mi mejilla reposando en su pecho.

Alejandro me rodeó con los brazos al instante, como una boa enreda a su presa. Con un brazo me envolvió el cuello y con una pierna la cadera.

—¿Qué pretendes? —Intenté zafarme de su abrazo, jugando. Me besó la frente y me apretó mucho más fuerte.

—Amarte hasta el cansancio.

Le respondí lanzándome del todo sobre él, mis senos escondidos en una de sus camisetas contra su pecho.

Me mordí el labio inferior cuando me dio la vuelta. Ahí íbamos otra vez: mi espalda contra el colchón, su cadera entre mis piernas abiertas; su rostro escondido en mi cuello, dejando besos que me quemaban la piel, la barbilla, la comisura de los labios. Nos miramos durante medio segundo.

—¿Eres mía?

—Siempre.

Sonrió pícaro a mi confesión y sus labios gruesos atacaron los míos, envolviéndolos. Sumió su lengua en mi boca; mientras me distraía, una de sus manos jugaba con mis pechos y la otra bajaba por mi cintura, haciéndome cosquillas con la punta de los dedos hasta llegar ahí, a mi centro. Un solo dedo fue lo que necesitó para que me arquease completa en un exorcismo sexual.

—Húmeda, siempre húmeda.

Su aliento en mi oído me hizo cosquillas. Mis caderas se movían en un exquisito ritmo contra la fricción de su dedo entrando y saliendo de mí, y sentí que no duraría mucho. Pronto me desparramaría. Casi casi perdía el control, envuelta en la lujuria de su dedo jugando con mi sexo. Casi llegaba a esa meta que prometían sus manos. Su boca bajaba por mi cuello al llano entre mis pechos. Cerró la lengua en uno de mis pezones y lo mordió juguetonamente para luego chuparlo. Un gemido alto escapó de mi boca y otro dedo se sumó al que jugaba en mi interior.

Le jalé del pelo en un movimiento desesperado. Nos conocíamos tan bien que sabía que necesitaba su boca. La que atrapé al instante, sus labios con los míos en un beso desesperado. Y es que, sea lo que sea, lo que más me excitaba era perder el control, gemir en su boca, con mis labios entre sus labios gruesos y acolchados, su lengua adentrándose en mi boca y sus manos en mi sexo. Lo que más necesitaba era eso duro contra mi muslo.

—Si lo quieres, pídelo —me dijo.

Y ahí estaba mi problema: me es difícil vocalizar lo que quiero, lo que necesito.

—Cristi, ¿qué quieres?

—¿A ti?

Me besó otra vez; un beso suave, prometedor, de esos que comienzan inocentes y terminan robándote la respiración. Un simple boca a boca, oxígeno que ni sabes que necesitas respirar de la boca del otro.

—Me gustan tus labios. —Chupó solo mi labio inferior—. Este, que sobresale mucho más. —Lo mordió. Mi cuerpo me pedía que le gritase, que le rogase que me hiciese suya. 

Su mano dejó mi sexo huérfano. Subió ambas palmas abiertas por mis caderas, mis costillas, a los lados de mis pechos. Volvió a bajar tomando mis manos entre las suyas y las subió sobre mi cabeza.

 Mi necesidad era más palpable, mi centro caliente y húmedo contra el hierro de su entrepierna. Solo la punta, y fue como si tocase el cielo. Incliné las caderas hacia adelante, intentando así aliviar yo misma esa necesidad, ese volcán que habían tapado y moría por explotar.

—Ale, por favor.

—Solo tienes que decirlo.

—Te quiero ahí.

—¿Aquí? —Me besó el cuello. Deslicé una de mis manos, la llevé entre nosotros y tomé su hierro, pegándolo mucho más entre mis piernas.

—Oh, eres una niña traviesa, ¿es eso lo que quieres?

Asentí.

—Tendrás que decirlo… —Intenté hablar, pero no pude—. Pídemelo, Cristina —ordenó, tomando otra vez mi boca en un beso suave y lento, muy lento, una tortura que a la vez me mataba.

—Folla… —comencé a decir. No me dejó terminar la palabra. Su boca tapó la mía en un beso y su embestida me dejó sin aire, pero a la vez satisfecha, llena y estrecha. Poseída; mi cuerpo y el suyo, uno. No se movió, solo me miraba con esos ojos llenos de intimidad, de anhelo, de necesidad. 

—No veo. —Comenzó a moverse, hundiéndome contra el colchón. Sus labios se restregaban contra los míos y una de sus manos fue ahí donde nos uníamos, opacando todos mis sentidos—. Verte. —Continuó moviéndose, más brusco, más necesitado, más violento. Mis caderas lo seguían, lo buscaban y lo encontraban de una manera exquisita—. Caminar vestida de blanco, solo mía, completamente mía, para siempre mía.

Ahí estallé en mil pedazos ante sus palabras, y me siguió con un rugido agudo y alto en mi oído. 

Su peso cayó sobre mí y perdí el sentido del tiempo. No sé cuánto pasé dibujando en su espalda con las manos, ni noté que lloraba hasta que una lágrima escapó de mi ojo a mi oreja. Me aferré más a él, a su espalda. Me tomó el rostro con ambas manos, su pulgar limpiando mis lágrimas.

—¿Por qué lloras? No tienes que llorar. —Se elevó en su antebrazo, liberando mi cuerpo de su peso.

—No sé —respondí sincera.

—¿Me amas? 

Ni tenía que preguntar.

—Por supuesto que te amo. —Sonrió relajado a mi declaración, como un niño contento. Nos dio la vuelta, mi peso encima del suyo

—Así está mejor, no quiero ahogarte.

—Me gusta tu peso sobre mí. —Era la verdad, me gustaba porque me hacía sentir pequeña, pero a la vez segura.

—Tengo algo para ti. —Se alzó aún conmigo encima hasta llegar a la mesita de noche—. Creo que no hay mejor momento que este: tú y yo, a solas, en lo único que entendemos; tú y yo, tú me amas, y yo te amo. Pensé hacerlo mucho más dramático, pero creí que te gustaría más así, solos tú y yo.

No sabía a qué se refería hasta que le vi sacar una cajita de terciopelo negra, ¿era eso lo que yo creía que era?




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