La tercera noche, la oscuridad en la habitación de Javier parecía más densa. Un aire helado se filtraba a través de las ventanas, y la tenue luz de las velas apenas conseguía disipar las sombras en los rincones. Javier se acostó con una mezcla de expectación y temor, sabiendo que Sor Catalina aparecería nuevamente, y su corazón latía con la fuerza de quien sabe que está a punto de cruzar un umbral del que no hay regreso.
Sor Catalina apareció como cada noche, su figura se materializó en medio de la estancia como si emergiera de las propias sombras. Esta vez, su semblante parecía menos distante; había en sus ojos un brillo que hablaba de una mezcla de alivio y dolor. Ella se acercó más que las veces anteriores, como si la barrera entre los dos mundos comenzara a desvanecerse.
—Fui traicionada por alguien a quien confiaba mi vida —susurró la monja, su voz temblorosa—. Alguien que juró protegerme, y al descubrir mi amor, selló mi destino con crueldad.
Javier sintió un escalofrío recorrer su espalda al escuchar esas palabras. Cada vez que ella hablaba, parecía llevar consigo un fragmento del sufrimiento del pasado, una herida abierta que sangraba siglos de angustia. Sor Catalina narró cómo, siendo apenas una joven monja, había conocido a un hombre que visitaba el monasterio con frecuencia. Su amor prohibido creció en los rincones oscuros de la iglesia, escondido en susurros y cartas escritas a la luz de las velas.
El escritor, aún sumido en la bruma del sueño, absorbió cada palabra con una devoción que rayaba en la fascinación. Despertó al amanecer, sus manos temblaban mientras escribía frenéticamente, como si temiera olvidar algún detalle. Cada vez se hacía más evidente que no solo escribía una historia; estaba reconstruyendo un amor olvidado, devolviendo a la vida los ecos de un pasado que se negaba a morir.
Durante el día, Javier notó cambios en sí mismo. Sus ojos estaban hundidos, las ojeras marcadas por la falta de sueño. Su mente no podía apartarse de Sor Catalina; la veía en cada rincón del Parador, en cada sombra que se movía en el borde de su visión. El personal del hotel comenzó a mirarlo con recelo, conscientes de su comportamiento extraño, pero demasiado acostumbrados a las historias que el lugar albergaba como para hacer preguntas.
En la cuarta noche, Sor Catalina le reveló más detalles. Con un dolor palpable, le contó cómo sus superiores descubrieron sus cartas secretas y cómo su amor fue condenado como un pecado mortal. Narró su castigo: largas noches de rezo solitario, flagelaciones y la imposición de votos de silencio. Catalina fue aislada en una celda del monasterio, un lugar frío y oscuro, donde el eco de sus sollozos reverberaba por las paredes de piedra.
Con cada palabra, Javier sentía cómo su corazón se aceleraba y sus manos se helaban. Sentía la necesidad de protegerla, de salvarla de su trágico destino, a pesar de que sabía que no podía cambiar el pasado. Sor Catalina le hablaba como si él fuera su confidente, su único refugio en un purgatorio sin final.
Durante el día, consumido por la historia, Javier comenzó a investigar en los archivos del Parador y la biblioteca local. Encontró registros antiguos que hablaban de la historia de una joven monja, Catalina de la Cruz, que había muerto en circunstancias extrañas. Los registros mencionaban su relación prohibida y una serie de "exorcismos" fallidos, realizados bajo la sospecha de que la joven estaba poseída por un espíritu oscuro. Sin embargo, en el último registro, se dejaba entrever que la verdadera causa de su tormento había sido un amor no correspondido y la crueldad de aquellos que la habían condenado.
Javier se sumió en una espiral de obsesión, sintiéndose más cerca de Catalina con cada página que leía, con cada palabra que escribía. Era como si su amor traspasara las barreras del tiempo y el espacio, y mientras más escribía sobre ella, más vivo se sentía. La línea entre los sueños y la realidad comenzó a desdibujarse, y las palabras de Catalina se volvieron la única compañía que anhelaba.
Una tarde, el anciano recepcionista, cuyos ojos siempre habían estado fijos en el vacío, lo abordó en el pasillo.
—Debería descansar, señor —dijo con voz áspera—. Este lugar tiene su propia forma de consumir a las almas débiles… y a veces, también a las fuertes.
Javier intentó ignorarlo, pero había algo en su tono, una advertencia velada que lo inquietó profundamente. Sin embargo, su obsesión por Catalina era más fuerte que cualquier temor, y continuó escribiendo, atraído cada vez más hacia el abismo.
En la quinta noche, Sor Catalina apareció más cerca de él que nunca. Esta vez, pudo sentir el frío de su aliento y la tristeza de su mirada como si ella realmente estuviera allí. La monja le contó sobre el momento en que su amor fue descubierto y cómo el hombre que juró protegerla la traicionó por miedo a perder su propia alma.
—Le di mi amor y mi vida —dijo Catalina, sus ojos llenos de una mezcla de desesperanza y deseo—, y él me entregó a las sombras.
Javier no pudo evitarlo; estiró la mano para tocarla, pero su figura se desvaneció en el aire como niebla bajo la luna. Despertó jadeando, su mente envuelta en un torbellino de emociones. La amaba, aunque sabía que era una locura. ¿Cómo podía enamorarse de una sombra, de un eco de un amor perdido en la eternidad? Y sin embargo, lo sentía con cada fibra de su ser.
A medida que se acercaba la Noche de Difuntos, Javier sintió que el tiempo se deslizaba entre sus dedos como arena, y con él, la oportunidad de salvar a Catalina. Se había convencido de que había sido elegido para ser el confidente y amante que ella nunca tuvo en vida, y que de alguna manera, su amor podría redimirla y liberarla de su sufrimiento eterno.
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Editado: 23.10.2024