La muerte de Eddy Kutner

Capítulo 4

 

Elena

20 de septiembre de 2018

Mañana
 

Cierro la cremallera de mi chaqueta y después meto las manos en los bolsillos. Las corrientes de viento frío hacen tiritar mi cuerpo, provoca que mis dientes choquen los unos con los otros, de este modo, suelto un ruido chirriante. El silbido de la brisa la percibo como si de una pieza de violín se tratase mientras camino hacia la institución. Y muy aparte del temblor causado por el frío, no puedo evitar tener el estómago hecho un nudo por los nervios. De regresar a Sundeville a enfrentar mi pasado, pero tengo que hacerlo.

Este tema ya lo he discutido conmigo misma más de una vez y siempre termino con lágrimas, por lo que no sé cómo demonios voy a lograrlo. Estoy consciente de que ya no voy a verlo, mas tengo en este lugar algo más que dejé atrás cuando decidí marcharme para siempre. Las botas de tacón que llevo resuenan en el asfalto y las luces de los automóviles que llegan comienzan a alumbrar la oscuridad del estacionamiento. Me detengo en el corredor oeste del edificio gris que está conformado por tres plantas y una entrada principal. Las manos me tiemblan mientras busco con desesperación la cartilla de evaluación. Ya todo está tramitado, pero tengo que ser cuidadosa para obtener en definitiva el cargo de maestra de segundo grado en la institución Hervey Collage.

Tomo un suspiro y alzo la mirada hacia la estructura que representa prácticamente mi nueva vida. No obstante, sé que esto no es lo más difícil que voy a enfrentar durante el tiempo que esté aquí. Siento mi cuello palpitar y sé que es hora, porque algunos niños comienzan a entrar por la puerta principal cargando sus mochilas.

Estoy a punto de avanzar cuando de reojo un borrón rubio capta mi atención. No lo puedo evitar y volteo hacia la pequeña rubia que se trata de abrochar el suéter café que trae puesto, mientras un hombre que me da la espalda, busca algo en la cajuela de un Mercedes negro. La niña es encantadora e incluso a unos diez metros de distancia, puedo verla a detalle. Sus cabellos rubios son rizados y sus enormes ojos azules pueden ser apreciados desde la distancia.

La niña mueve los labios y el hombre termina de sacar una bolsa antes de cerrar la cajuela. Él se acerca, le ayuda con el cierre de la chaqueta mientras le sonríe con dulzura. Sin embargo, ya no puedo ver más porque siento que mi corazón martillea como una jodida maquina descarrilada. Me llevo una mano al pecho, vuelvo a mirar hacia la misma dirección.

La niña mueve su manita en un gesto de despedida y el hombre, con las manos en las caderas, observa a la niña entrar al edificio. Lo examino. Entretanto, las lágrimas comienzan a salir.

No, él no es.

Lo recuerdo.

Sé quién es.

Oculto parte de mi rostro con el pelo y me apresuro a entrar por la puerta principal, rezo por que ese hombre no me haya visto. Aunque sé que, de cualquier forma, ese tipo no puede saber quién soy, no me conoce. Pero yo a él sí. Lo conozco e incluso sé más de su familia de lo que él cree. Conozco todo sobre él.

La campanilla suena en los corredores de la institución y un sudor frío me recorre el cuello cuando entro finalmente a presentarme en la sala de dirección. Todo es inmaculado en el lugar, los libros y documentos están ordenados sobre el escritorio y una computadora portátil permanece encendida. Tomo asiento en la silla negra mientras la directora general habla por teléfono y me hace una seña con la mano que indica que debo aguardar un momento. Mientras tanto, la estudio con disimulo.

No parece ser mucho mayor que yo, tal vez tiene unos cincuenta años. Bueno, yo tengo treinta y nueve, tal vez sí lo es un poco. Aún quiero sentirme joven. Es regordeta, tiene un rostro blanco y redondo, sus cabellos oscuros están teñidos de rubio en las puntas y amarrados en una coleta. Su vestuario no es tan elegante, solo una sudadera azul y unos vaqueros. Es un poco extraño para ser la directora. Yo vengo mucho más arreglada, en lo que cabe. El ventilador pequeño que está a mi costado derecho mueve mis cabellos, el aire fresco es un alivio para mi espalda y mis nervios. Todavía la imagen de aquel hombre sigue en mi mente, pero trato de borrarlo por ahora.

Mas es difícil.

Porque ellos siguen aquí.

Y eso, de alguna maldita forma, hizo latir mi corazón como hacía diecinueve años. Cuando la directora cuelga el teléfono y me mira, me doy cuenta que tengo las manos crispadas entorno a mis muslos bajo la falda, y he de mantenerme relajada. La señora regordeta me analiza casi con desprecio, comienzo a sentirme incómoda y, de repente, asustada. ¿Sabrá quién soy?, ¿lo recordará? No, nadie debe saberlo ya. Ha pasado mucho tiempo.

Nadie en Sundeville debe reconocerme.

He cambiado. Mis cabellos rubios naturales ahora son negros, y mis ojos azules ahora están ocultos bajo unas lentillas de color café oscuro. Todo en mí ha cambiado. Sin embargo, la directora continúa con su estudio.

—¿Señorita Harper? —pregunta con una voz rasposa y áspera.

Me muerdo los labios y asiento sin sonreír. Tengo treinta y nueve años, ya no me siento tan señorita, pero lo dejo pasar.

—Sí, soy yo, directora.

La directora esboza una sonrisa, pero se ve más como una mueca desfigurada. No quiero empezar a asustarme, pero se ve como una de esas maestras insoportables que se ven en las películas de ficción.

—Dígame directora West. ¿Acaba de llegar? No la veo muy arropada —espeta. Alza una ceja demasiado fina y, para rematar, pintada.

Sigo su mirada, me percato que escruta el corte de mi falda con desaprobación. Aprieto los labios y junto las piernas. Comprendo su mensaje, pero simulo que no lo he captado.

—Es porque... no sabía cómo estaría aquí el clima —respondo sin mirarla.

La directora hace una pausa y pone los brazos anchos sobre el escritorio. Su mirada es tan pesada que no puedo durar mucho tiempo con mi interés sobre ella.




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