La muerte de Eddy Kutner

Capítulo 5 (parte tres)

 

Comienzo a sentirme ansiosa.

Sarah sabe que lo necesito.

Ella sonríe y me hace señas con las manos, así me indica que tiene algo guardado en los bolsillos de su pantalón. Arrastra una silla y me invita a tomar asiento. Lo hago de inmediato y comienzo a apretar los labios.

«No lo hagas».

Sin embargo, cada vez es más fácil ignorar la voz de mi consciencia. No sé qué pasa con mi mente y mi cuerpo, pero es inevitable no desear esa sustancia, anhelar sentirme lejos, en otro mundo, feliz. Los cabellos rojos de Sarah de pronto me parece que brillan más, pero entonces me doy cuenta que es por la luz de una lámpara eléctrica que está justo a su lado derecho.

Pone sobre la mesa de madera dos sobres de pastillas y mis ojos brillan. Estiro la mano para tomar una, mas la mano blanca de Sarah las toma más rápido y la miro con confusión.

—Lena, sabes que no son gratis —musita. Esboza una sonrisa tímida—, pero por esta ocasión, de nuevo, te las daré sin que me pagues.

«No lo hagas».

¡Basta! Trato de pensar que no está tan mal. No lo hago todo el tiempo, solo cuando vengo a las reuniones de Sarah cada viernes de la semana. No le hago daño a nadie. Pero, incluso pensándolo así, tengo ganas de llorar. Porque sé que Eddy no hubiera querido verme así.

Sarah asiente y suspira. Mientras tanto, juega con los sobres transparentes. Recuerdo lo que ha sucedido con Jane. Ella estaba también en la fiesta del jueves.

Ella debería saber algo al respecto o podría haber visto quién le dio a Jane la droga.

—Sarah... —Mi voz es rasposa y dubitativa—. El jueves por la noche... —Desvío la mirada hacia el borde de la mesa—. ¿Viste quién le dio droga a Jane? Ella se puso bastante mal y...

—Lena —me interrumpe con los ojos entrecerrados—. Esa noche solo te di a ti, nadie más consumió.

«Solo te di a ti».

Comienzo a negar con la cabeza, mi pecho se sacude y mi respiración se acelera. No, eso no es verdad, ella debe estar mintiendo. Sarah me mira con seriedad, pero en sus ojos puedo ver que destella un deje de pena, de lástima.

—Sí, Lena, lo recuerdo muy bien. Además, yo no consumí —comenta con un hilo de voz—. Tal vez... no sé, tal vez solo lo has olvidado.

Me muerdo el labio inferior con fuerza. Sé que lo que dice Sarah es la verdad, pero no quiero aceptarlo. Pensar que yo le he hecho daño a Jane me es repulsivo. Me doy asco. ¿En qué persona me h convertido? No lo sé, pero no es en alguien de la que me sienta orgullosa. Y ahora que lo pienso a profundidad, mi hermano no debió morir, en todo caso, el destino debió elegirme a mí, no a él. Eddy era un niño tan bueno...

Mis manos tiemblan y, de nuevo, siento esa opresión en el pecho. Necesito consumir y olvidar por unos instantes lo que soy y lo que me sucede.

—No lo recuerdo —susurro y la observo con cautela—. Pero, por favor, Sarah, si Jane llega a pedirte para consumir, no le des. Por lo que más quieras, no le des. Ella ya salió de esto, ella es mejor.

Sarah esboza una media sonrisa y asiente.

—No te sientas culpable de consumir, Lena, recuerda que solo lo hacemos para olvidarnos de toda la mierda, además... —Se relame los labios llenos con diversión—. Cada quien elige con qué infierno quemarse.

Sarah deposita en mi palma abierta un sobre transparente y yo cierro la mano. Ella se levanta de la silla y me guiña un ojo. Me doy cuenta que lleva una ramera muy corta, pero no le doy importancia. Es su forma característica de vestir.

—Disfrútalo, Lena —me dice bajito y abandona la cocina con sus tacones, los cuales hacen ruido cuando tocan los mosaicos del piso.

Una vez se ha marchado y se ha perdido de mi vista, abro la mano y miro el sobre transparente. Quiero de inmediato abrirlo y consumir las pastillas, pero aún el remordimiento no cede por completo. Siempre me pasa antes de consumir, aunque son solo pequeños instantes, después el sentimiento pasa y la culpa desaparece. Me levanto de la silla y me recargo en el lavatrastos. Mi mirada se pierde entre los detalles de vasos. Es entonces que descubro dos pequeñas tarjetas acomodadas sin cuidado en un servilletero. El color rojo de las mismas me llama la atención, por lo que tomo una.

Es una pequeña tarjeta de identificación. Tiene escrito un número y un nombre; Robert Jones. Le doy la vuelta al reverso y descubro una foto de un hombre blanco, de cabellos negros y ojos oscuros. Y debajo de su fotografía está una leyenda que dice: agente de policía.

La resolución llega a mi mente. Ese hombre debe ser el padre de Sarah. Y por su cargo, ahora entiendo por qué siempre está tan ausente de su casa. Lo pienso un instante y decido guardar la tarjeta en el bolsillo de mi pantalón. Se me ocurre que él haya sido uno de los agentes que se enteraron del caso de mi hermano y tal vez, solo tal vez, pueda ayudarme. Es muy seguro que él está al tanto. Sundeville es tan pequeño que es imposible que los agentes no tengan conocimiento de todo lo que sucede. Además, prácticamente el suceso cubrió todos los postes de la ciudad.

Justo como la nota que encontré en la acera.

Escucho un movimiento detrás de mí y me giro con brusquedad, pero me tranquilizo al ver que solo es un chico que me mira un poco turbado que, sin más preámbulos, solo toma algo del refrigerador y se retira. Vuelvo a respirar con tranquilidad y abro el pequeño sobre.

Tiro la bolsita en el bote de basura y dejo las dos pequeñas pastillas blancas sobre la palma de mi mano. Me acerco al grifo para servirme un vaso de agua y, sin esperar más, las trago casi con brusquedad. Puedo sentir el líquido avanzar por mi garganta y esbozo una sonrisa.

Esto es lo que más disfruto: la sensación repentina de felicidad y bienestar que me provocan. Y, aunque sé que son un arma de doble filo, porque después me sentiré miserable, no me interesa. Conforme transcurren los minutos, comienzo a sentir las emociones y como todo parece cambiar de forma y de color.




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