La muerte de Eddy Kutner

Capítulo 11

 

Doris

2 de diciembre de 2018

Noche
 

No debería estar despierta a estas horas.

Es casi medianoche y yo estoy con pijama fuera de la casa, justo al lado de la puerta trasera. A pesar del frío, estoy sentada en el piso sin poder despegar mis ojos del agua calmada de la piscina. Es inevitable, Eddy no me deja dormir.

Ni un momento, ni un segundo.

Todavía lo recuerdo, pero aprieto los párpados y alejo esas imágenes de mi mente. No puedo recordarlo, no debo recordarlo. Eso debe quedar enterrado y en silencio como el viento que se mueve alrededor del agua que cobró la vida de mi primo.

Apoyo el mentón en la base de mis rodillas flexionadas y me estremezco. Las corrientes de viento gélido entran por las aberturas de mi pijama y logran lo que quiero. Sentir frío. Dejar de ver las llamas en todos lados. Dejar de ver el fuego expandiéndose por toda la casa.

En las últimas noches, el fuego y el agua no me dejan en paz. Mis ojos rojos y cansados lo delatan, aunque mi madre se asegure de verme dormir cada noche al asomarse a mi habitación antes de las diez de la noche, siempre finjo estar sumida en algún sueño y justo cuando nadie está despierto, deambulo por la casa.

Porque veo en todos lados a Eddy, su furia, su enojo, su tristeza. Y no puedo callarlo dentro de mi mente. El agua de la piscina está justo ahora tan calmada que siento espasmos. Es como si jamás hubiera ocurrido allí una muerte, un cuerpo sin vida flotando sobre ella. Escucho el ensordecedor silencio del viento, siento cómo una lágrima se desliza por mi mejilla. Y ahora veo tras mis pupilas las llamas del fuego, otra vez.

—Basta, basta, basta —susurro y entierro la cabeza entre las piernas.

No puedo dejar de temblar y tampoco de recordarlo.

Su rostro, su voz, sus gritos, su llanto. Me abrazo a mis piernas y me quedo hecha un ovillo. Aunque tengo los ojos cerrados, siento como si estuviera Eddy aquí mismo, mirándome desde el borde de la piscina. Puedo escuchar su presencia a mi alrededor. Él me observa.

Y las llamas del fuego crecen.

«Doris».

«Doris».

«Doris».

«Recuerda».

Oigo su voz cerca de mi oído, levanto la cabeza, alarmada y siento un escalofrío por mi columna vertebral. Miro hacia todos lados, pero no hay nadie, solo oscuridad y permanente silencio.

Él está aquí.

Con miedo y con el temblor en mi cuerpo, me levanto y entro de nuevo en la casa. Cierro la puerta con suavidad para que nadie se despierte por el ruido y avanzo con presura hacia las escaleras. Me sujeto del barandal y mis pies descalzos se sienten tensos por el frío del piso.

«¡Doris!».

Es él de nuevo.

Abro los ojos con terror y no miro hacia atrás. Subo lo más rápido que puedo las escaleras y me encierro en mi habitación, sin siquiera molestarme en no ser descubierta por mis pasos pesados por el corredor. Pongo seguro y corro hacia mi cama para cubrirme con las sábanas. Me quedo minutos sentada, a la espera de que él venga y comience a forzar la manija.

Pero eso no sucede.

Los latidos frenéticos de mi corazón se calman y vuelven a su ritmo normal. Suspiro y me acomodo en la cama para de una vez por todas cerrar los ojos y dormir. El silencio me ayuda a no pensar en nada.

Sin embargo, justo cuando estoy por entrar en la somnolencia, vuelvo a ver las llamas del fuego tras mis párpados.

 

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