La muerte de Eddy Kutner

Capítulo 24

 

Alec

8 de diciembre de 2018

Noche
 

¿Por qué?

Me odio, realmente lo hago.

Anoche sentí arder todas las vísceras de mi cuerpo cuando Lena, mientras lloraba con sus padres, pronunció su nombre.

Sarah.

Fue Sarah.

Cuando lo escuché no podía creerlo, me asqueé tanto de mí mismo que tuve que salir del cuarto donde ella está internada. No puedo creer que la misma chica a la que casi me tiré hace unos días, sea la misma chica que le dio esas malditas drogas a Lena, mi Lena. Tuve que salir del cuarto y del hospital para recuperarme y no vomitar.

Soy un maldito imbécil.

¿Cómo pude estarme besando con la persona que le hizo daño a Lena? En este mismo momento, me siento como un jodido capullo y no otra cosa. Porque me he convertido en lo que Lena menos necesita. Porque...

Me detengo y no lo pienso. No, eso es inevitable. Sin embargo, pude haberme comportado de una mejor forma con ella. ¡Maldita sea! Después de todo, ella perdió a su hermano. Joder, yo perdí a mi primo, pero ella perdió a su querido hermano. No se compara en lo absoluto. Y ahora con tanta culpa y remordimiento, no sé qué demonios hacer para enmendar todos esos errores, todas las lágrimas que provoqué en su rostro y esa fría ausencia en la que me convertí para ella.

Ahora me doy cuenta.

Yo nunca estuve con Lena en su dolor, no en realidad. Y es comprensible si ella no quiere volver a hablarme, no quiere volver a verme. Pero puedo escuchar todavía sus palabras. «He visto cómo me miras». Ella lo sabe. Tiene el conocimiento pleno y...

«Nunca seré tuya».

No podría decir otra cosa, otra posibilidad para esta enfermedad que me carcome la voluntad y la razón. Y, aunque me duele como una llaga en la piel su rechazo, es un alivio. Es un peso menos sobre mis hombros el que ella lo sepa y que ahora, al menos, no tenga que ocultarlo. Pues no tiene caso si ella ya se dio cuenta.

En este momento me gustaría un consejo de mi padre.

O de... mi madre.

Aprieto con fuerza los párpados mientras camino por la acera en este anochecer frío y silencioso. Es algo que nadie sabe, que he mantenido en secreto. Ni siquiera se lo he contado a Lena ni a mis propios tíos que son como mis padres. Es algo de lo que jamás hablaré porque para mí no significó nada.

Es más, hubiera sido mejor si nunca esa mujer se hubiera acercado a mí para contarme una verdad de la que no quiero saber nada. Tal vez en un tiempo, cuando tuve diez años, deseé saberlo, pero ahora ya no. Hace nueve años deseé comprender por qué mi madre tuvo que morir, por qué mi padre nunca me habló de ella como yo siempre quise. Y ahora una mujer desconocida para mí llega y decide decirme que nunca estuvo muerta, que siempre estuvo viva.

Hubiera preferido jamás haberlo sabido.

Era mucho mejor. Así no hubiera provocado otra herida en mi alma. La de la certeza de su abandono y las dudas con mi padre por ocultarme una verdad tan grande y mentirme de esa forma. Los recuerdos se agolpan a mi mente una y otra vez como si de una canción se tratase. Fue tres semanas antes del accidente de Eddy. Todo regresa a mi mente y es como si lo volviera a vivir.

Estaba con la chaqueta puesta porque el frío era bastante desolador. Estaba de pie justo enfrente de la cafetería más popular de Sundeville, a un costado de las oficinas de educación pública. Seguí de pie en la acera y recargué el peso de mi cuerpo en la otra pierna mientras esperaba a que Lena llegara del instituto. Habíamos quedado de vernos en esa cafetería; yo faltaría a las prácticas de fútbol americano porque le ayudaría a hacer un trabajo que tenía que entregar ese día por la tarde. Volví a mirar la hora en el reloj de mi muñeca conforme pasaban los minutos y no había señales de ella.

Entonces, mientras miraba de un lado a otro sin analizar en realidad a nadie, me encontré con el rostro de una mujer. A ella la conocía, por supuesto. Las veces que había ido al instituto de mis primos la había visto. Era la nueva maestra. Era una mujer joven, tal vez de unos cuarenta o treinta y muchos años. Su cabello era largo y sus ojos cafés eran muy cálidos. Sin duda era muy guapa. Estaba por sonreírle como un gesto de amabilidad para después apartar la mirada, cuando de reojo noté que ella se acercaba.

Ella tocó mi hombro y yo me sobresalté un poco.

—Eres Alec... ¿cierto? El hermano de mi alumno Eddy.

Yo asentí.

—Sí.

—Creo que ya me has visto antes, ¿no?

Volví a asentir un poco confundido. Había pensado que solo me sonreiría y punto. Pero parecía que tenía intenciones de alargar una charla conmigo y eso me hizo sentir un poco incómodo. Nunca me gustó sostener conversaciones con mujeres adultas en público, ya que esta ciudad no es precisamente grande y todas las divulgaciones comienzan por absolutas tonterías.

—Puedo... —balbuceó ella mientras me miraba fijamente—. ¿Puedo hablar contigo un momento?

Y ese fue mi estúpido error. ¿Por qué demonios acepté?

Aún recuerdo el tono de voz que utilizó cuando comenzó a hablarme de su pasado y sobre cómo conoció hace veinte años en Sundeville a un hombre guapo, rico, de familia. No tenía idea de que hablaba de mi padre hasta que pronunció su nombre y yo, molesto, le reclamé que si bromeaba. Empezó a llorar en silencio y me contó su historia, aunque en realidad no sé si me haya contado la verdad. Me dijo que tuvo una mala relación con mi padre, que ella no tenía los recursos suficientes y al sentirse presionada por mi padre, tuvo que huir y... abandonarme. Que ella jamás lo hubiera querido, pero que tuvo que hacerlo por las circunstancias. Sin embargo, para mí fue claro. Me abandonó por su propia voluntad. No necesité de más explicaciones.

Al principio no podía creer lo que me contaba esa desconocida, pero después pude verme en su rostro y pude darme cuenta que en verdad tenía un cierto parecido con ella. Me enseñó fotografías de ella junto a mi padre. Solo pude echarme a llorar como un niño. Fue demasiado para mí, algo para lo que no estaba preparado, pues toda mi vida creí que mi madre murió cuando era pequeño. Además, mi padre siempre me mantuvo al margen, jamás me dijo quién era mi madre, cómo era y qué cosas le gustaban. Ni una foto. Es más, ni siquiera me reveló su nombre. Y yo era demasiado pequeño como para exigirle con fuerza que me contara todo, que tenía derecho a saberlo. Años después traté de hablar con mis tíos sobre eso, pero ellos me contaron que mi padre jamás les contó nada. Y, aunque Elena se veía demasiado triste, no quise poner en duda la memoria de mi padre. Él tenía sus razones para no haberme dicho nada. Él solo me protegía.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.