SUSURROS EN LA NOCHE
Los primeros rayos del sol se abrían paso entre las nubes bajas y polvorientas, derramando una luz cálida sobre los tejados disparejos de Dymora. Desde lo alto del muro sur de la ciudad, dos figuras se asomaban peligrosamente al borde, observando cómo la plaza central se llenaba de actividad. La ceremonia se acercaba y cada calle rebosaba vida: hombres colgaban estandartes desgastados, mujeres cocinaban en enormes calderos, y niños corrían con cintas de colores atadas a los brazos. La ciudad no tan avanzada se preparaba, una vez más, para la celebración del Festival de la Paz.
—Mira eso, Bat —susurró Ratt, sucio y con el cabello alborotado—. Nunca había visto tantos soldados juntos —dijo, con voz asombrada.
Bat sonrió, aferrado a la piedra, mirando también hacia la plaza. El aire olía a humo de leña, especias y hierro.
—Mi padre dice que es el único día que la ciudad intenta parecer algo que no es —murmuró Bat—. Que todo esto es más para que la gente celebre y sean felices una vez cada 5 años, como dar esperanzas —dijo con un deje pensativo.
Ratt se quedó pensativo. —¿Tú crees que vienen de verdad? ¿Los de... Elaris? —preguntó con duda.
Bat no respondió de inmediato. Sus ojos se alzaron hacia la gran cúpula que dominaba la plaza, donde ondeaban telas blancas con el símbolo de la paz: dos manos cruzadas sobre un fondo dividido. Una mitad clara, otra oscura.
—No lo sé. Nadie los ha visto nunca. Ni mi padre, ni el tuyo, ni nadie que conozcamos —respondió al fin Bat.
—¿Y si solo existe Dymora? —aventuró Ratt—. ¿Y si el desierto no lleva a ninguna ciudad? —preguntó, dejando escapar sus dudas.
—Entonces, ¿quién construyó el Camino de Nirvana? ¿Con quién firma la paz? —respondió Bat—. Y Thilas parte cada cinco años. Algo hay —afirmó con seguridad.
Ratt se encogió de hombros. —Quizás es como las historias de los niños. Como la historia de los ojos que brillan en los cielos que nos protegen. Algo para tenernos tranquilos —reflexionó en voz alta.
—Quiero creer que es verdad —dijo Bat, con voz baja pero firme—. Que hay alguien al otro lado del desierto como nosotros. Que no estamos solos. Que esta ciudad, por pobre que sea, forma parte de algo más grande —añadió con convicción.
—Y que hay personas diferentes a nosotros —añadió Ratt—. ¿Crees que se parecen a nosotros? —preguntó con curiosidad.
Bat lo pensó un momento. —No. Pero eso no significa que no puedan ser nuestros amigos —contestó, convencido.
Una voz grave, como el roce de piedras viejas, interrumpió su charla:
—¡Eh, mocosos! ¡Bajad de ahí antes de que os partáis el cráneo! —gritó un anciano.
Un anciano de barba larga y mugrienta se había apostado al pie del muro. Vestía harapos, y su espalda encorvada no le quitaba firmeza en la voz. Sostenía una caña torcida, y uno de sus ojos parecía mirar a otro lado.
Los chicos se miraron entre sí antes de descender con cierta torpeza.
—Disculpe, solo queríamos mirar... —dijo Bat, algo avergonzado.
—¿Mirar qué? ¿Los adornos? ¿La pantomima? —espetó el anciano con una mueca torcida—. Todo eso no es más que teatro para ilusos —añadió con desdén.
Ratt frunció el ceño. —¿No le gusta la ceremonia? —preguntó, molesto.
—La ceremonia, la paz, la "hermandad entre ciudades"... Bah —escupió al suelo el anciano—. No creo en la esperanza. No son como nosotros muchachos —dijo con amargura.
Bat dio un paso hacia él. —¿Usted los ha visto? ¿Ha hablado con ellos? —preguntó con cierta tensión.
El viejo asintió con lentitud, como quien confirma algo doloroso. —Hace años. Muy joven era yo. Vinieron un par... traje limpio, mirada brillante. Pero vacíos por dentro. Gente más fuerte, nutrida, gente más directa y con ideas más claras. Aquí tenemos barro y alma. Ellos, solo un mejor futuro —contestó con tono grave.
—¿Son malos? —preguntó Ratt, bajando la voz.
—No son malos —dijo el anciano, y su tono se volvió más sombrío—. Pero son distintos. Tanto que olvidaron lo que es ser como nosotros. Si algún día cruzan la puerta, no será para bailar con nosotros, chicos. Será para mandar —añadió con un deje de advertencia.
Bat tragó saliva. La mirada del viejo tenía un peso inusual.
—Venga, fuera de aquí. Id con cuidado. Y no creáis todo lo que os dicen. Ni siquiera lo que os digo yo —concluyó el anciano.
La ciudad bullía de actividad. Desde cada rincón surgían preparativos. Bat y Ratt se mezclaban entre la gente, esquivando carros, escuchando a vendedores y observando cómo levantaban una plataforma en la Plaza Thelas. Su tío, un carpintero serio de manos callosas, les saludó con un gesto seco mientras clavaba tablas con precisión.
—¿Te das cuenta, Bat? —dijo Ratt—. Nuestro primer festival desde que tenemos trece. Y por fin podemos verlo como toca —añadió con emoción.
Bat asintió, aunque la conversación con el viejo rondaba aún en su cabeza. ¿De verdad era todo una farsa? —pensó.
Mientras avanzaban por un callejón hacia la parte oeste, una figura les llamó la atención.
—¡Eh, lentos! —gritó Jely, una chica de su edad, con el cabello recogido en una trenza suelta y ojos vivaces. Tenía la cara algo sucia pero el porte decidido.
—¿Jely? ¿Qué haces aquí sola? —preguntó Ratt.
—Buscándoos. Os tengo que enseñar algo esta noche. Algo importante —dijo Jely, bajando la voz.
Bat alzó una ceja. —¿Importante como la vez que robaste dulces de la taberna? —preguntó con ironía.
—No. Más importante aún. Encontré una manera de salir de la ciudad sin que nadie lo note —contestó con seriedad.
—¿¡Qué!? —exclamó Ratt—. ¿Cómo? ¿A dónde quieres ir? —preguntó alarmado.
—A ver la otra ciudad —susurró Jely, como si revelara un secreto prohibido—. Por el Camino de Nirvana —añadió en voz casi inaudible.
Los chicos se miraron en silencio, los ojos encendidos por la mezcla de miedo y curiosidad.