La niña del barrio rojo

CAPÍTULO 2

 

 

 

 

 

Rodrigo llegó a las siete de la mañana a la oficina. Agradeció el silencio que reinaba en el departamento de la UDEV, que en breve se tornaría en un ambiente ensordecedor por el ir y venir de agentes que, disciplinados, empezarían a trabajar, dándole vida a la planta. El simple hecho de pensar en ello le acrecentó el dolor de cabeza, que no había desaparecido desde que se acostó bien entrada la madrugada. Se dejó caer en la curtida butaca de cuero y cerró los ojos, alimentándose de ese silencio que tan bien le hacía. Interrumpiéndose, unos instantes después, por un golpeteo de nudillos en el tablero metálico de la puerta de su despacho que le hizo dar la primera orden del día.

—Pase.      

—Buenos días, inspector. ¿Puedo entrar? —preguntó la agente Tamayo.

—Sí, claro, Arantxa. ¿Qué me traes?

—Inspector, acaban de enviarme desde la Interpool los antecedentes penales de los sospechosos. Todos empezaron en la misma banda en Rusia —resumió—. Los informes muestran que, a medida que pasaban los años, los delitos iban en aumento. En un principio, se encargaban de tráfico de drogas a pequeña escala, robos de vehículos o hurtos sin violencia, pero, por lo que he podido leer —continuó hablando mientras tomaba asiento frente al inspector—, con los años iban escalando puestos dentro de la banda y se les asignaban tareas de mayor índole, tras lo cual, los delitos pasaron a ser considerablemente graves: homicidio, explotación sexual, tráfico de drogas, y así una larga lista. Como puedes ver, las entradas y salidas de prisión son constantes, aunque los tres han cumplido con la justicia en Rusia —dijo tendiéndole el informe y señalando la parte donde figuraba.

Durante unos minutos, el inspector ojeó el dosier.

—Quiero que Sierra y tú vayáis al hospital donde trabaja la señorita Irina Petrov y le preguntéis por el furgón que alquiló. Además, debéis mostrarle una fotografía de Konstantin Sokolov, a ver si nos cuenta de qué lo conoce o si, por el contrario, nos miente.

—De acuerdo, inspector. ¿Alguna cosa más? —preguntó la agente Tamayo.

—Sí, quiero que hagas un perfil psicológico de Konstantin Sokolov, tu perspectiva puede sernos de gran ayuda. También ponte en contacto con la policía científica para ver si tienen el informe de las muestras del furgón. Con suerte, habrán encontrado restos de ADN o de tejido de la desaparecida.

—Está bien, jefe.

Arantxa Tamayo era una mujer meticulosa y especializada en realizar perfiles criminales. En numerosas ocasiones, había acertado de pleno, pudiéndose adelantar al criminal. Además de inteligente, era una mujer explosiva. Cabello moreno, ojos azules, rostro fino y aniñado que desentonaba con los voluminosos pechos y curvas de infarto que tantas veces había degustado Rodrigo.

Las relaciones sexuales que mantenían eran asombrosas y adictivas. Era una amante magnífica, cuya nula existencia de límites y vergüenza en la cama hacían que los juegos amatorios que compartían quedaran muy por encima de lo que cualquier mente perversa pudiera imaginarse.

Llevaban saciándose sexualmente durante años. Los dos sabían las condiciones de ese acuerdo y cuáles serían las líneas que no tendrían que rebasar para que no se diera por concluido. Nada de enamorarse y, mucho menos, extrapolar su relación al trabajo, términos principales que ambos debían cumplir. Arantxa aceptó las condiciones y con un simple wasap, donde se especificaba hora y lugar, el alivio estaba asegurado.

Rememoró ese último encuentro y el palpitar de su miembro hizo que se endureciera. Ese maldito corsé negro que se le resistió en su momento, pero que tanto lo había excitado, le volvió a la mente, teniendo que levantarse para que cesara la presión en su entrepierna.

La primera parte de la mañana pasó en un abrir y cerrar de ojos. Rodrigo estaba tan absorto leyendo informes, firmando documentos e intentando aclarar cuestiones que, al interrumpirlo una llamada interna informándole de que una mujer lo buscaba, se dio cuenta de que en un par de horas tendría que pensar en ir a comer.

Un gesto de disgusto se dibujó en su rostro cuando vio asomar la cabeza de su hermana Lucía por una pequeña rendija que quedaba entre la persiana metálica de la ventana de cristal y el marco de aluminio. Ella hizo una mueca divertida tras el cristal y, a continuación, abrió la puerta de su despacho como si estuviera en su casa. No se molestó en llamar.

—¡Rooodriii! —gritó alegremente, atravesando la mesa y tirándose sobre su hermano.                   

—Yo también me alegro de verte, hermanita —ironizó—. ¿Qué haces aquí? Sabes que no me gusta que vengáis a visitarme al trabajo.

—Venga, no seas rancio e invítame a desayunar. —Le golpeó el hombro para que suavizara ese gesto huraño.

—Está bien… Vamos. Pero la próxima vez llámame antes. Sabes que no me gustan las sorpresas.

El camino a la cafetería fue toda una tortura. Lucía, con su peculiar y desbordante alegría, relataba cómo había podido escabullirse del trabajo sin siquiera pararse a respirar. «Pero ¿qué toma esta niña por la mañana?», pensó exhausto de tan inagotable verborrea. Además, no le quedó otra que aguantar la reprimenda de su hermana pequeña que, como si fuera la mayor de los tres, no se amilanaba a la hora de echarle en cara su habitual y descarado gesto de fastidio cuando no podía controlar el mundo. Así lo definía por querer tener todo bajo control.

—¿Y no se extrañará tu jefe de que tardes tanto en recoger las entrevistas? —preguntó Rodrigo con la intención de que dejara de martillearle con lo mismo de siempre.

—Sí, sí, cambia de tema, hermanito, pero no me cansaré de decirte que no puedes controlar el mundo ni proteger a todos los que habitamos en él.

Ahí estaba la frasecita.

—Lucía, ¡eres más pesada que los zapatos de Frankenstein!

—¡Y tú más seco que una empanada de polvos de talco! —replicó veloz con gesto guasón.



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En el texto hay: romance, suspense

Editado: 26.11.2020

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