La niña del barrio rojo

CAPÍTULO 31

CAPÍTULO 31

 

 

 

 

 

El trayecto al hospital se le estaba haciendo tan largo como esos viajes que hacía con su madre a Cádiz cuando era niña. Aún recordaba la sensación de nervios y alegría cuando les faltaban pocas horas por llegar a Puerto de Santa María para disfrutar de esas vacaciones tan esperadas, sensaciones que aleteaban en su pecho y cerraban su estómago. Eran similares a las que estaba experimentando de camino al hospital, aunque había que añadirle un miedo atroz cuando pensaba que ya estaba todo perdido, que llegaba tarde para salvar a Rodrigo.

La ley de Murphy, como si fuera el mal de ojo que te sigue allá donde vayas, los estaba acompañando desde el momento en el que se montaron en el coche.       Una furgoneta de trabajo descargando en doble fila los tuvo más de diez minutos esperando sin poder salir del aparcamiento. Después, un maldito autobús averiado los desvió dos manzanas de la calle principal que debían coger y, para terminar la gota que colmaba el vaso, no había semáforo en rojo que no pillaran. Era frustrante querer llegar lo antes posible a un lugar y encontrar impedimentos a cada paso que dabas.

Cuando por fin divisó el rótulo azul luminoso con el nombre del hospital anclado en mitad de la fachada de un color gris marengo de un edificio actual, a punto estuvo de aplaudir.

Como era de esperar, el aparcamiento estaba completo y estacionar en zona centro se volvía misión imposible a esas horas, así que se aventuró a proponer a esos dos hombres que la escoltaban que lo mejor sería ir adelantándose ella con uno de los dos, mientras el otro buscaba aparcamiento. Para su sorpresa, aceptaron y Chandani rogó para que todo siguiera siendo tan sencillo como hasta ese momento.

Nada más poner un pie en la calle, se dio cuenta del ajetreo que tenía aquel centro hospitalario. No paraban de entrar y salir personas, y eso que era un edificio privado. A un lado de la entrada, una gran señal roja te dirigía a la zona de Urgencias. Desde su posición, era capaz de ver a aquellas personas que mataban su angustia con el humo de un pitillo y a otras que daban el parte médico a sus familiares por medio del teléfono. Las ambulancias cargaban a enfermos para llevarlos a sus hogares y otras los traían en camillas.

A poca distancia de la entrada principal, una muchacha, con voz potente y enérgica, entonaba la canción de Raign, Empire of our own, creando un aura mágica que te daba fuerzas para traspasar esa puerta de cristal automática. Era increíble lo que se podía hacer con un amplificador con MP3 y un micrófono. Cuánto talento andaba suelto por el mundo.

Como si fuera una estrella de cine, Chandani fue escoltada por ese tipo hasta la recepción del hospital. Allí, una gran fila de personas que aguardaban a ser atendidas por un único hombre en Información. Ella no disponía de tanta paciencia como para pasarse media hora esperando a que ese hombre resolviera sus dudas, así que fue al índice de información del hospital y buscó la planta de Trasplantes, allí preguntaría por Irina.

Ya en el ascensor, y habiéndose unido a ellos el agente que faltaba, intentó relajarse y amansar esos nervios que, de un tiempo a esa parte, podía considerarlos como una segunda piel adherida a su dermis porque la acompañaban allá donde fuera. Era agotador cargar con ellos.

Las puertas del ascensor se abrieron y un largo pasillo, tan blanco como imaginó que sería el recorrido hasta topar con las puertas del cielo, la hizo sentirse aún más inquieta. Sin embargo, cuando miró de reojo a esos dos hombres tras su espalda, halló algo de serenidad. Si algo malo sucedía, no estaba sola.

A un lado del pasillo, donde prácticamente el movimiento de personas era exiguo, un mostrador tan alto y blanco como el suelo dividía esa larga pared donde solo se alzaban puertas. En ese hueco de unos veinte metros cuadrados, se encontraba el Control de Enfermería.

Antes de llegar allí, sacó el teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta y preparó la grabadora. Solo con presionar la pantalla comenzaría a registrar todo lo que se hablase cerca de ella.

Con unas gafas que se unían por un imán en el centro y que ocupaban la punta de la nariz, una señora regordeta con un corte de pelo algo añejo y de unos cincuenta y cinco años levantó la vista por encima de las gafas para mirar a Chandani y hacer un repaso a esos dos hombres que, como si fueran dos monolitos mayas, aguardaban tiesos tras ella.

—¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó, despegando la banda magnética del centro de las gafas y volviendo a unirla hasta que quedaron alrededor de su cuello como si fuera un collar canino.

—Buscaba a la enfermera Irina Petrov.

—¿Y ustedes son…? —La desconfianza se hizo patente en la tensión de sus párpados.

—Perdone —se disculpó enseguida Chandani—, no se lo he dicho. Soy una amiga de su infancia. Estoy de paso por Madrid y he querido darle una sorpresa presentándome en el hospital sin avisarla. ¿Sabe dónde puedo encontrarla?

La mujer apretó los labios como si saboreara algo ácido y añadió, sin quitar ojo a esos dos perros lazarillos:

—Le está realizando una prueba a un paciente. Si quieren, pueden aguardar en la sala de espera. Yo la avisaré de que la están buscando.

Forzando esa sonrisa que en un principio no le costó esbozar, Chandani agradeció su ayuda y le pidió un último favor, que no le dijera que su amiga del alma había venido a visitarla para que la sorpresa no perdiera su encanto.

Verse tan cerca de su objetivo iba a provocar en ella una úlcera en el esófago del tamaño de un coco. Sentía los nervios como cuchillas hirviendo en su vientre y, para intentar adormecer esa zona, solo podía masajeársela con las manos con suavidad. Además, los dos tipos no ayudaban en nada. Que controlaran cada movimiento que generaba preguntas que no podía responder.

Centrándose en el objetivo de relajarse para que cuando estuviera frente a Irina todo fluyera, buscó el calor del sol que se filtraba por la ventana, para intentar nutrirse de su energía. Chandani cerró los ojos procurando que el oxígeno llenara sus pulmones como si fueran dos globos, para, posteriormente, retenerlo durante unos segundos y soltarlo hasta que los músculos del abdomen se endurecieran. Esa técnica la aprendió en las clases de yoga y meditación a las que acudió como terapia durante años. Siempre le había funcionado.



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En el texto hay: romance, suspense

Editado: 26.11.2020

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