En tanto caminan, ambos chicos hacen una lista mental de las bibliotecas conocidas. El único obstáculo presente son las distancias, todas ellas se encuentran en otros pueblos.
—No te preocupes, pasado mañana tenemos un viaje de estudios al pueblo Granet, allí revisaremos la siguiente biblioteca —afirma Alcides.
—Pero perderían su viaje. Además, no creo que el profesor a cargo nos deje quedarnos allí —después de todo, era claro que ella se colaría en el viaje.
—Tranquila, si hablamos con el director, él nos dará una autorización —la calma—. Después de todo, esos paseos no suelen ser muy interesantes para nosotros —añade con una sonrisa.
—De verdad muchas gracias —sonríe esperanzada. Con suerte, en aquel lugar encontraría la frase perdida y pronto podría volver a su hogar.
Una vez en el hostal, la madre de Gabriel abraza a Hisae con ahínco entre sus delgados brazos, feliz de verla regresar a casa, y luego de prohibirle hacer algo parecido una próxima noche, explica que está bien que regrese tarde si le ha pasado algún percance. Jamás se hubiera imaginado que la niña tomaría tan en serio la restricción horaria, al punto de no volver. Cambiando el tema, los llama a comer y mientras les sirve el alimento provoca un sobresalto en Hisae al comentar que pronto hablarían sobre el pago del cuarto y la comida. Aquello la toma por sorpresa, pues ya era un tema olvidado. Preguntándose cómo haría para saldar tales cuentas, observa el pocillo que le sirven de forma pensativa.
Lleno de un brebaje anaranjado se luce el plato frente a ella, “parece zanahoria”, piensa acercándose para oler, y se confunde con aquel aroma a pan amasado por lo que decide probar, y en su paladar baila un sutil sabor a mar y pan. Para acompañar disponen de pastelillos servidos en el centro de mesa e imitando al resto, ella coge uno y en una diminuta mordida siente un delicioso sabor parecido al budín, por lo que lo come con gusto.
Cuando ya todos han terminado de cenar, la señora Lorena (madre de Gabriel) le indica que la acompañe a la cocina donde le pide ayuda con el lavado de los platos; sin problemas, Hisae pone manos a la obra. Estando en esa faena mira con extrañeza el frasco de vidrio y la crema púrpura que sale de él, con el cual la mujer refriega la loza. “Ha de ser para desengrasar”, piensa y sale de sus ideas al oír la voz decidida de la mujer.
—Está claro que no tendrás cómo pagarme a no ser que consigas un trabajo —dice con tranquilidad y tras humedecer sus delgados y estirados labios rosados, continúa. —Así que lo mejor es que trabajes para mí, como agradecimiento por el cuarto y la comida.
—Sí, como usted mande.
—No me hables como si te fuera a torturar. —ríe notando el rostro angustiado de la pequeña—. Comprendo que no tienes dónde quedarte y Gabriel ya me contó que estás sola en la ciudad, no pienso dejar a una niña a la deriva. Pero la comida no es gratis y el trabajo que da el hostal no es poco. Alcánzame ese estropajo —agrega.
—La entiendo.
—Sí, sé que entiendes —sigue fregando con ahínco, la verdad es que el director habló con ella antes, para ponerla al tanto de toda la situación—. Así que me ayudarás con la casa, Gabriel podrá acompañarte las primeras veces en las compras. Yo tengo mucho que hacer. Me ahorrarás mucho tiempo si haces las compras por mí. Y también te pediré apoyo con la cocina por las tardes.
—Yo te ayudaré, así terminaras más rápido —saliendo de la nada misma, Gabriel toma la palabra tan sorpresivamente que sobresalta a su madre provocando que deje caer un plato; sonido que hace gritar a Hisae por el susto.
—Mira lo que has provocado, chiquillo del demonio.
—Yo lo recojo, no se preocupe.
De rodillas, Hisa comienza a tomar algunas partes del pocillo que en trozos está repartido en el piso. La mujer sin tardar coge una pala y una escobilla apartando a los pequeños, obligándolos a dejar las cosas en el piso, procurando que no vayan a cortarse.
Así, después de que toda la loza estuvo limpia y seca en sus cajones, la madre de Gabriel les dice que podrán ir a jugar un rato antes que se acostasen, contando que irá a bañar al bebé; por si necesitan cualquier cosa sepan dónde encontrarla.
En el ático
—Entonces, ¿no sabes quién era ese niño? —Pregunta Gabriel tras oír sobre Dante, la piedra y la vez que lo siguió en el bosque.
—Para nada. —Asegura, con sus manos sobre la cabeza haciendo de cojín.
—¿Y lo seguiste sola? ¿Eres tonta, acaso? —Critica mirándola de soslayo, recostado sobre el piso.
—Hey, claro que no. Pero ya lo había visto, y me ofreció un helado.
—Quiso robarte en el bosque, un helado no lo hace de confianza.
—Lo siento… no me pareció malo.
—Luego dirás que los hongos venenosos no te parecen malos y te los comerás.
—¿Qué?
—Olvídalo. Si vuelve a aparecer yo mismo me encargaré de él —asegura con su mano sobre el hombro de Emilia, mientras ambos observan las estrellas a través del tragaluz—. ¿Cuál es tu verdadero nombre? —Consulta al recordar aquella pequeña duda.
La mirada de Hisae se mantiene fija en el cielo mientras guarda silencio.