Arthur.
Miraba a mis hijas, tan pequeñas, de cuatro años de edad, y sin sentir ninguna emoción real. Eran idénticas a mí, pero con la piel más clara, cabello rubio y esos ojos azules que definitivamente venían de su madre. Aún así, no lograba conectar. Sus rostros reflejaban inocencia, pero mi mente estaba en otro lugar. Con un suspiro, salí de la habitación de ellas, me dirigí al salón donde estaba la niñera, quien inmediatamente notó mi mal humor. Me acerqué y, sin ocultar mi molestia, le hablé.
—¿Qué cree que está haciendo aquí? ¿Para qué la contraté?
—Señor, disculpe, lo que pasa es que… —intentó explicar mientras tartamudeaba, pero no la dejé continuar.
—¿Qué? —le dije, elevando la voz—. Te contraté para cuidar a mis hijas, no para estar acostándote con el jardinero en mi mansión. ¡Lárgate! Tú y él. ¡Fuera de mi casa!
La niñera bajó la cabeza, temblorosa. El jardinero se acomodaba la camisa, claramente incómodo. Ambos intentaron disculparse.
—Por favor, señor, no lo volveré a hacer —suplicó ella.
—No te contraté para esto —respondí cortante—. Un error y te largas. Mis hijas estaban solas, mientras tú… ¿haciendo qué? Mi casa se respeta. ¡Fuera!
Con la conversación zanjada, salí del salón y me dirigí a mi despacho. Necesitaba deshacerme de esta situación cuanto antes. Abrí mi computadora, revisé los días que la niñera había trabajado, firmé un cheque y llamé a Lucy, la ama de llaves.
—Lucia, haz que se vayan de inmediato. Aquí está el cheque. No quiero verlos más —le ordené.
—A sus órdenes, señor —respondió ella, eficiente como siempre.
Cuando Lucia salió, me dejé caer en mi silla y puse mis manos en las sienes. Estaba sofocado. Ahora, otra vez, sin niñera. ¿Quién iba a cuidar de mis hijas? Me levanté, intentando no pensar demasiado en ello, y fui a su habitación. Allí estaba la señora Lucrecia mi nana, ayudándolas a vestirse.
—Lucrecia, necesito a una persona urgentemente —le dije, tratando de mantener la calma.
—Señor Arthur no se preocupe. Encontraremos a alguien adecuado —respondió ella con su tono tranquilo.
—Eso espero —respondí, mirando a una de mis hijas que balbuceaba "papi" mientras se acercaba a mí. Era tan bonita, pero me rehusaba a encariñarme. No podía permitírmelo.
—Encárgate de ellas. Tengo que ir a la empresa. —Le di la espalda y me preparé para salir.
—Señor, su hermano Enzo ha llamado varias veces —me informó Lucrecia antes de que me marchara.
—Déjalo, no quiero que me molesten en casa con asuntos de la empresa —dije, firme. Lo que era de la empresa, se quedaba en la empresa.
Cuando bajé al salón, los empleados se alinearon, como de costumbre, bajando la cabeza en reverencia. Todo estaba reluciente, como me gustaba. Al salir, Miguel, mi chofer, ya me esperaba.
—Buenos días, señor —me saludó mientras abría la puerta de la limusina.
—Buenos días, Miguel. Vamos —respondí, entrando en el coche.
Mientras nos alejábamos, encendí mi laptop. Era un modelo ultrafino, con múltiples pantallas desplegables, y lo primero que revisé fueron las cámaras de la casa. El jardín, los cuartos… todo en orden, excepto por el hecho de que ahora necesitaba buscar un nuevo jardinero y niñera. Estaba harto de tener que contratar personal que siempre me decepcionaba, pero no tenía más opción.
Apagué la computadora y me concentré en la empresa. Al llegar, los empleados ya me esperaban en fila, listos para iniciar la jornada. Nuestra corporación tenía más de 50 años; mis padres me la dejaron cuando se retiraron a vivir la buena vida, y ahora era mi responsabilidad, junto con mi hermano Enzo, aunque él siempre parecía más interesado en disputarme el control.
Entré a la sala de juntas, donde ya todos estaban esperando. Mi hermano estaba allí, impaciente como siempre. Aunque éramos gemelos, no éramos idénticos en personalidad ni en enfoque.
—Buenos días a todos —dije con firmeza, y todos bajaron la cabeza, excepto Enzo.
—Arthur, te he estado llamando. La reunión debía haber comenzado hace tiempo —mencionó Enzo, con su habitual tono de reproche.
—La reunión empieza cuando yo lo decido —respondí, cortante. —Ingrid, empieza.
Mi asistente encendió la gran pantalla, mostrando los detalles del nuevo proyecto. Nuestra empresa era líder en la fabricación de electrodomésticos y productos electrónicos, desde teléfonos inteligentes hasta robots domésticos con inteligencia artificial avanzada. Esta última línea de productos estaba diseñada para facilitar la vida en el hogar, algo que sabía que revolucionaría el mercado.
Tras la reunión, me retiré a mi despacho, seguido por Nancy, mi secretaria, quien me mostró las cifras para que las firmara. Dejé los documentos en el escritorio y, como siempre, Nancy no tardó en empezar con sus coqueteos.
—Hoy no, Nancy —le advertí, ya molesto.
—¿Está bien, señor? —preguntó, fingiendo preocupación.
—No me hagas preguntas que no te corresponden —respondí, levantándome y acercándome a ella—. Cuando quiera algo de ti, te lo haré saber. Hasta entonces, haz tu trabajo y nada más.
—Lo siento, señor —dijo, casi temblando.
—Tengo una reunión importante con los empresarios de Daicota. Cuando lleguen, hazlos pasar y cierra la puerta. No quiero interrupciones, especialmente de ninguna mujer.
Cuando se retiró, dejé escapar un suspiro. Nancy era hermosa, sí, pero no tenía tiempo para distracciones. Me levanté, encendí un cigarrillo y miré por la ventana. Nuestro rascacielos era uno de los más altos del país, un símbolo del poder que había construido desde los 18 años. He trabajado sin descanso, construyendo esta corporación, y nadie, ni siquiera mi hermano, me quitará lo que me pertenece.
Al final del día, cuando salí de mi oficina, observé cómo todos los empleados se levantaban de inmediato, inclinando sus cabezas en señal de respeto. Me acostumbré a ese tipo de reverencia. No espero menos, después de todo, soy Arthur Zaens, un hombre de prestigio, poder y éxito. Para mí, esa es la única forma en la que deberían tratarme, como un rey.