Lía.
Si yo tuviera magia, hubiera visto este futuro, lo que me iba a acontecer, para así poder prevenirlo. Pero lamentablemente no soy ninguna mujer poderosa, ni siquiera alguien que pueda prever lo que sucederá. Ahora, estoy atrapada en esta desgracia. Han pasado meses desde que dejé la editorial, desde que prácticamente quedé en la calle. Por suerte, aún tengo mi cama, mi pequeña residencia. Desde aquel momento, las cosas no han estado bien para mí.
Mis padres, especialmente mi padre, estaba empeorando. Él tenie problemas del corazón, y su salud se había deteriorado cuando todo ocurrió. Sin embargo, jamás dejó de creer en mí cuando le dije que no había cometido ese fraude, que fue José Luis el culpable. Pero desgraciadamente, él huyó, llevándose consigo no solo todo lo que era mío, sino también mi nombre y reputación.
Creo que pasé llorando más de un mes, sintiendo cómo cada desgracia me caía encima. Dejé de escribir. No quería usar el mismo seudónimo, y no deseaba seguir en el mismo camino. Durante ese tiempo, no tenía ni deseos de levantarme de la cama. Fui varias veces al apartamento de José Luis, con la esperanza de encontrar respuestas, pero ni él ni sus cosas estaban allí. Bianca, su amante, me dijo que tampoco sabía nada. Una mentira tras otra. El anillo que él me había dado, lo vendí solo para descubrir que era una burda imitación, una simple piedra barata. Sentí tanto asco hacia mí misma por haber sido tan ingenua, por haber creído en sus palabras durante tres largos años. Tres años que ahora me parecían un desperdicio.
Dejé esos pensamientos de lado cuando mi madre se acercó y me preguntó si iba a almorzar. Le dije que no. Apenas comía. La comida se me hacía un nudo en la garganta. A duras penas, conseguía algunos trabajos extra para sobrevivir, ya que ninguna editorial quería contratarme.
—Si no comes, vas a desaparecer—me dijo con la voz cargada de preocupación.
—Tranquila, mamá. No creo que eso pase—, le respondí con una sonrisa amarga. —He pasado por tanto, y aquí sigo.
Sabía que mis palabras no la calmaban. La culpa me carcomía por dentro. No era justo que ellos, mis padres, tuvieran que pasar por esto por mi culpa. Apenas si podía pagar las facturas de la casa, la electricidad, todo. Mi madre intentaba consolarme, diciéndome que la jubilación de mi padre alcanzaba para cubrir lo básico, pero yo sabía que no era suficiente.
—¿Has encontrado algún trabajo?— me preguntó con una pizca de esperanza en su voz.
—Lamento decir que no, mamá—respondí, sintiendo cómo la tristeza se apoderaba de mí una vez más. —Pero estoy tratando, de verdad.
Mi madre suspiró, acariciando mi hombro con suavidad. —No es tu culpa, hija. Tranquila. Dios proveerá.
Le sonreí forzadamente.
—Ojalá que sí. Aunque sea un trabajo en un bar—, intenté bromear, pero su mirada severa me detuvo en seco.
—Ni lo pienses— me advirtió. —Tú vales mucho más que trabajar en un lugar así.—Rodé los ojos sin responder.
La conversación quedó en silencio, pero sus palabras resonaron en mi mente. Sabía que debía hacer algo, pero cada puerta que tocaba se cerraba frente a mí. Mientras terminaba de recoger las prendas de plata que aún me quedaban, mis pensamientos volvieron a lo más urgente: el tratamiento de mi padre. No podía permitir que su salud empeorara por mi culpa.
Al bajar al comedor, mi madre había preparado la comida, y Natasha, una mujer que trabajaba con nosotros, aunque no podíamos pagarle, estaba ayudando en la cocina. A pesar de que mi madre le había dicho que ya no podía pagarle, Natasha insistió en quedarse con nosotros. Apreciaba su lealtad, pero sentía que no era justo que trabajara sin recibir lo que le correspondía.
Nos sentamos a la mesa, y mi padre vino a acompañarnos. Me apretó la mano con fuerza, su mirada cargada de preocupación.
—¿Cómo estás, hija?— me preguntó suavemente.
—Estoy bien, papá. No te preocupes por mí— le respondí, pero por dentro me desmoronaba. Verlo tan frágil, con el peso de la enfermedad sobre sus hombros, me hacía sentir impotente. Al finalizar la comida, recogí los trastos y fui a la cocina para ayudar a Natasha.
De repente, mi madre soltó un grito desgarrador. Al girar la cabeza, vi a mi padre convulsionando, su cuerpo retorciéndose en la silla. El pánico se apoderó de mí.
—¡Fausto, por favor! ¡Reacciona!— gritaba mi madre, mientras Natasha corría a llamar a una ambulancia. El tiempo parecía detenerse, mientras mi mundo se desmoronaba por completo.
—¡Papa!—Grite arrodillándome a su lado.
Cundo llegó la ambulancia, se llevó a mi padre, mamá fue junto a él.
Seguí a la ambulancia en mi auto, con el corazón en la garganta. Al llegar al hospital, todo sucedió en un torbellino de desesperación y miedo. Mi madre y yo caminábamos de un lado a otro, esperando noticias, hasta que el médico finalmente salió.
—Su padre ha sufrido un paro cardíaco— dijo con voz grave. Mis piernas se debilitaron, y caí de rodillas en el suelo. —Afortunadamente, lo hemos estabilizado, pero necesitamos mantenerlo bajo observación.
Sentí como si el mundo entero se derrumbara sobre mí. Mi madre me abrazó, sus lágrimas mojando mi cabello, pero yo no podía reaccionar. Solo podía pensar en lo cerca que estuve de perderlo, en lo injusto que era todo esto, en cómo mi vida había caído en picada desde el día en que confié en José Luis.
Me prometí a mí misma que encontraría una manera de salir de este pozo. Tenía que hacerlo, por mi padre, por mi madre.
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Después de que el médico nos explicó que no podíamos ver a papá en ese momento, solo pude sentir un vacío profundo en mi pecho.
—Hemos logrado estabilizarlo, señorita, pero necesita mucho descanso. No se preocupe, haremos todo lo posible. Ahora mismo no pueden verlo, más adelante lo podrán hacer.— Esas palabras seguían resonando en mi cabeza. El alivio de saber que estaba estable se mezclaba con el peso de la incertidumbre. Me sentía impotente.