Arthur
Cuando terminó la reunión, sentí que todo quedó en el aire con esa invitación de parte de mi hermano, era un almuerzo por el cumpleaños de su hijo. En el fondo, no quería salir ni para reuniones familiares. Estaba harto de su arrogancia, pero claro, era el cumpleaños de su hijo y, según él, no podíamos faltar, ni mis hijas ni yo. Dudo que las llevaría, no quería generar más problemas, así que le dije que sí, que asistiríamos. Por dentro, lo último que quería era ver su cara, ni la de su mujer, y mucho menos la de su hijo.
Al llegar a casa, le pedí al chofer que buscara un regalo para el “jovencito”. No quería ni pensar en qué comprarle, así que le di instrucciones claras: —Un reloj de calidad, de los mejores. Busca algo en Rockefeller, allí tienen las mejores joyerías— Él asintió sin más, dejándome en la mansión antes de ir a cumplir con el encargo.
Entré y noté que todos estaban de pie, con esa formalidad que ya me resultaba agotadora. Lo único que quería era ir a mi habitación, desconectar de todo y dormir. Pero antes de llegar al final de las escaleras, la voz de Lucia me detuvo.
—Señor Arthur ¿podemos hablar?
Suspiré, cansado.
—Lucy, es tarde... Solo quiero ir a dormir.
Ella insistió con tono neutro:
—La señora Margaret no ha venido a trabajar en dos días. Necesito saber si la despido o le damos subsidio.
—Esta enferma,—Pregunto sin ganas.
—No lo está... pero quizás tuvo algún problema.
—No, no quiero excusas. Échala. Págale lo que le corresponda por los meses trabajados y busca a alguien nuevo.
—Está bien, señor. A sus órdenes...
—¿Algo más?—Respondí sin mucha energía.
—No, eso es todo.
—¿Dónde está mi nana?
—Creo que está con las niñas. Hace poco subieron después de cenar.
Subí a mi habitación, pero antes de entrar, decidí pasar por el cuarto de las gemelas. Me detuve en la puerta, observando de reojo cómo Lucrecia, mi nana de toda la vida, les narraba un cuento. Siempre ha sido como una madre para mí, y ahora lo es para mis hijas. No hay duda de que ella es la verdadera figura materna en esta casa.
Finalmente, me fui a mi habitación y me recosté en la cama. Cerré los ojos y, de pronto, los recuerdos de mi infancia invadieron mi mente. Era inevitable pensar en aquellos años. Mis padres nunca estuvieron presentes, ni para mí ni para mi hermano Enzo. Claro, había regalos, viajes, los mejores colegios, una vida de lujo... pero el amor de ellos nunca estuvo allí. Creían que con dinero podían compensar su ausencia, pero siempre fue Lucrecia quien estuvo ahí. Ella fue la que me cuidó cuando me enfermaba, la que estuvo a mi lado tras mi accidente hace unos años atrás.
Con los años, y tras la muerte de su marido, prácticamente quedó bajo nuestro cargo. Aunque, en realidad, fue más bien al revés: nosotros quedamos bajo el suyo. Mis padres no se preocupaban por nada y nunca se lo agradecí lo suficiente.
Ahora, sigue siendo ella quien cuida de mis hijas. Especialmente después de que la desgraciada de su madre las abandonó cuando apenas eran unas bebés. Dijo que estaba cansada, que no quería seguir, que se sentía atada. ¿Atada? Como si ser madre fuera una obligación para ella. Y lo peor es que su abandono ocurrió después de mi accidente... ¿Por qué diablos se quedó conmigo entonces? ¿Por qué se casó si no estaba dispuesta a asumir responsabilidades?
Estúpida mujer.
Espero que algún día pueda verla y decirle en su cara que ya no tiene ningún poder sobre mí. Por suerte, existe el divorcio unilateral, y ya no hay nada que nos una. Las únicas que importan ahora son mis hijas, y con eso me basta
Después de un largo día, entré a la ducha buscando alivio. El agua caliente corría por mi piel mientras trataba de despejar mi mente. Sabía que todavía me quedaba trabajo por hacer antes de irme a la cama, pero el cansancio me estaba venciendo. Finalmente terminé mi trabajo, me recosté en la cama, hasta quedar dormido.
Por la mañana, me levante y miré el reloj y noté que ya eran las ocho de la mañana. Necesitaba más que una ducha para relajarme, así que me sumergí en el jacuzzi. El vapor del agua me rodeaba, y dejé que mi cuerpo se hundiera en la calidez mientras mi mente vagaba.
Minutos después, Leticia, la hija de Lucía, entró a la habitación para darme los masajes diarios. Mi cuerpo aún llevaba las secuelas de aquel accidente fatal. Habían pasado más de tres años desde entonces, y la rehabilitación había sido una lucha constante. Me sentía tenso, agotado. Ella lo notó al instante.
—Señor, se nota que está tenso —murmuró, su voz suave, pero cargada de intención.
—Solo haz tu trabajo —le ordené, cerrando los ojos. Quería que el silencio volviera a la habitación, pero las manos de Leticia empezaron a deslizarse por mi pecho, bajando lentamente. Su toque se volvió más íntimo cuando alcanzó mi entrepierna. No la detuve. Quería ver hasta dónde estaba dispuesta a llegar.
—Quizás pueda ayudarle un poco, señor —susurró mientras se acercaba a mis labios. La miré fijamente, tiré de su cabello acercando su boca a la mía.
—Hablas mucho. Haz lo que quieras —le dije con frialdad. No necesitó más instrucciones. Se desnudó y se unió a mí en el jacuzzi. No esperé demasiado antes de tomar control de la situación. Mis manos recorrieron su cuerpo, mis labios devoraron sus pechos. La saqué del agua y la llevé hasta la cama de masajes, donde me aseguré de usar protección antes de hacer lo que sabía que ambos esperábamos. Todo como ella lo deseaba.
—Recuerda que solo fue placer.—Ella asintió colcandose su ropa.
***
Llegué al restaurante donde mi hermano estaba organizando una reunión para la fiesta de cumpleaños de su hijo Efrain. Miguel me entregó el regalo que había traído, pero apenas me molesté en revisar qué eran. Me imagino que es un reloj de las mejores Marcas. Ayer ni siquiera tuve tiempo para eso. Mi cuñada Karina se acercó para saludarme con su tono habitual.