La Niñera de las hijas del Ceo: Arthur Zaens

Capitulo 10

Arthur

Estaba consternado, caminando de un lado a otro por el pasillo del hospital, sin saber qué estaba ocurriendo con mi pequeña. Lo único que sabía es lo que esa chica me había dicho.

Su apéndice se le había roto por dentro. Pero, ¿cómo pudo sucederle algo así? Solo tiene cuatro años. ¿Cómo es posible que haya sufrido de esa manera? No lo entendía, y no podía dejar de pensar en ello. Sentía un dolor en el pecho, en el alma. Era como si fuera a colapsar al verla en ese estado.

La frustración me consumía, con la vida, con esa maldita mujer... con todo. A veces pensaba que si pudiera encontrarla, le dispararía sin pensarlo. Pero me contuve. No quería que esos pensamientos me dominaran, especialmente cuando vi al médico salir por la puerta.

—¿El familiar de la pequeña? —preguntó, mientras miraba alrededor.

—Aquí, soy su padre. Soy Arthur Zaens.

—Mucho gusto, señor. —El médico se me acercó con una mirada seria—. Por suerte la han traído a tiempo. Efectivamente, como dijo la señorita, la niña sufrió la ruptura de su apéndice. Le hicimos una cirugía inmediata.

Mis piernas temblaban al escuchar esas palabras. ¿Cómo era posible? Solo una niña... no podía entenderlo.

—¿Está bien? —pregunté, luchando por mantener la calma.

—Afortunadamente, sí. Ahora está fuera de peligro, pero está anémica y deshidratada. Necesitaremos hacerle una transfusión de sangre.

—Yo... yo le puedo donar sangre —dije de inmediato, sin dudarlo.

—Eso es bueno, señor. Es urgente que lo hagamos. Ella pasará un tiempo aquí, necesitará cuidados intensivos.

—Llevaré a los mejores médicos a mi mansión. No necesita quedarse en este lugar más de lo necesario.

—Como usted quiera —respondió el médico, sin mostrar sorpresa por mi propuesta—. Pero debe tener mucho cuidado. Asegúrese de que reciba el mejor tratamiento.

—No se preocupe. ¿Dónde debo ir para la extracción de sangre?

El médico me indicó el camino, y me dirigí hacia la sala de extracción. Mientras tanto, me acerqué a Lía, quien había estado conmigo durante todo este proceso.

—Muchas gracias por todo lo que has hecho —le dije, mirándola con sinceridad—. Considera que ya tienes el puesto.

—No se preocupe por eso, señor. Estoy aquí para ayudar. Quédese tranquilo, estaré al pendiente de todo mientras usted atiende a su hija.

Sentí una pequeña chispa de irritación, pero la dejé pasar. Me limité a asentir y seguí al médico. Una vez dentro de la sala, me explicaron el proceso. A pesar de que me urgía ver a mi pequeña, sabía que esto era lo más importante en ese momento.

Al asomarme por una pequeña ventana mientras me extraían sangre, vi a mi niña, conectada a tantos cables. Mi corazón se encogió. El dolor era indescriptible. Deje escapar un suspiro de frustración, incapaz de entender cómo algo tan horrible podía pasarle a alguien tan pequeña. Me quedé inmóvil, mientras el proceso continuaba, con la única esperanza de que todo mejorara pronto para mi Ayla.

****

Estaba agotado. Después de la extracción de sangre, sentí un leve mareo, pero me mantuve firme. El doctor me había advertido que podría sentirme débil por un tiempo, pero el deseo de ver a Ayla me mantenía despierto y alerta. Mi pequeña seguía en la sala de emergencias, y yo no podía pensar en otra cosa que en su bienestar. Al finalizar el proceso, me permitieron entrar para verla.

El médico me dio una ligera palmada en el hombro antes de abrir la puerta.

—Señor Arthur, puedes pasar a ver a tu hija. Está delicada, pero estable.— Asentí en silencio, sintiendo el peso de sus palabras.

Cuando entré, lo primero que vi fue su pequeño cuerpo en la cama. Estaba tan pálida, tan frágil. Caminé lentamente hacia ella, sintiendo una opresión en el pecho. Tomé su manita entre las mías, tratando de no demostrar el miedo que me carcomía por dentro. Dejé un beso en su frente, con el deseo de que ese simple gesto le devolviera algo de energía. Todavía no había despertado. La anestesia parecía haberla sumido en un sueño profundo, un sueño que se extendía mucho más de lo que los doctores esperaban. Todo el día había pasado, y Ayla seguía dormida.

Me senté junto a la cama, sin apartar la vista de ella. Mis dedos acariciaban suavemente su cabello, y me preguntaba cómo habíamos llegado a esto. ¿Cómo es posible que una niña tan pequeña haya tenido que pasar por una apendicitis? ¿Acaso había sido negligente? No pude evitar sentirme responsable.

De repente, mi teléfono sonó, interrumpiendo mis pensamientos. Miré la pantalla y vi un número que no reconocía. Salí de la sala para no molestar a Ayla y respondí.

—Arthur, disculpa que no estuve en el hospital. He estado de viaje, pero espero que tu hija haya recibido las mejores atenciones,— dijo la voz al otro lado. Era el doctor Harrison, un buen amigo de la familia.

—Tranquilo, doctor. Gracias a Dios, sí, han atendido a Ayla de la mejor manera. Se lo agradezco mucho,— respondí, tratando de mantener la calma. —Pero necesito pedirte un favor. No puedo dejar que mi hija se quede en el hospital por mucho tiempo. Necesito un equipo médico en la mansión.

Hubo un silencio al otro lado de la línea, seguido de un suspiro.

—Eso es complicado, Arthur. Pero haremos lo posible. Mandaré a los mejores médicos y enfermeras para que se encarguen de ella en tu hogar.

—Te lo agradezco mucho, Harrison, mencione sintiéndome un poco más aliviado. —No quiero que siga aquí, está demasiado delicada. Necesito tenerla cerca desde casa.

—No te preocupes, me encargaré de todo,— respondió con voz firme. —Entiendo tu preocupación. Nadie espera que algo así suceda, y menos en una niña tan pequeña.

—Así mismo es, no lo imagine. Bueno te hablo luego iré hacer los pagos.

Colgué la llamada y me dirigí nuevamente hacia la sala de emergencias, pero me detuve al ver a la chica en la puerta. Lía, la niñera contratada para cuidar a las gemelas. La notaba que llevaba horas aquí, sin irse.




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