La Niñera de las hijas del Ceo: Arthur Zaens

Capitulo 11

Lía

Me quedé helada cuando escuché a la niña llamarme de esa manera, confundida y conmocionada. Era evidente que estaba delirando; lo vi en su pequeño rostro pálido y en la manera en que suspiraba débilmente antes de volver a cerrar los ojos. Me quedé junto a su cama por un buen rato, sin poder apartar la vista de ella, preguntándome qué estaría soñando en ese momento. Media hora más tarde, entró su padre en la habitación. Su mirada era indescriptible, como si intentara leer cada uno de mis pensamientos. Me sentí cohibida, como si sus ojos fueran capaces de ver más allá de lo que yo estaba dispuesta a mostrar. Mis labios temblaron levemente antes de que decidiera morderlos, tratando de controlar mi nerviosismo.

—Señor Arthur,— Comencé, sintiendo la necesidad de romper ese silencio incómodo, —cuando le den el alta a la niña, no se preocupe, yo la cuidaré muy bien. Por ahora, iré a casa, pero regresaré a la mansión o vendré aquí, lo que usted prefiera.

Él me miró, un destello de arrogancia en sus ojos, antes de contestar.

—No es necesario que vengas aquí. Pronto la trasladaré a la mansión.

Su tono autoritario me incomodó, pero no era sorpresa, considerando la frialdad con la que me había hablado, un hombre rico, poderoso, y lo sabía. Lo demostraba en cada palabra, Continuó, su voz cargada de autosuficiencia. —Tengo mucho dinero. Puedo llevarme todo el hospital si es necesario.

Ese comentario me dejó atónita por un segundo. Qué arrogancia, pensé, y un poco de rabia me invadió, pero no dejé que se reflejara en mi rostro.

—Está bien,—dije, manteniendo la calma a pesar de mi creciente frustración. —Voy a casa. Le avisaré a mi familia que empezaré a trabajar para usted. Llevaré un poco de ropa.

Arthur asintió sin más, dando por concluida la conversación.

—La espero esta misma noche.—Añadió acercándose a su hija.

Le sonreí falsamente, odiando la sumisión que sentía obligada a mostrar. Sin embargo, no pude resistir la tentación de agregar un último comentario. —Cuide muy bien a su pequeña. Seguramente ha estado soñando con su madre, por cierto porque no está aquí.

La frase salió antes de que pudiera controlarla. Mi propia voz sonaba a reproche, aunque no era mi intención, y lo vi reflejado en su expresión al instante.

—Eso no te incumbe,— me replicó con frialdad, pero se contuvo. Sabía que mi comentario había tocado una fibra sensible. Su boca se tensó, y sentí una pequeña victoria interior, aunque sabía que había cruzado una línea. ¿De echo dónde estará la mamá de las pequeñas?

Me disculpé brevemente y salí de la habitación. Afuera, respiré hondo, intentando liberarme del estrés acumulado. Mientras me subía al metro, el peso del día empezó a caerme encima.

—Vaya día,—me susurré a mí misma, casi en un tono de incredulidad. —Demasiadas cosas en tan poco tiempo.

Pensé en el señor Arthur y su actitud arrogante, cómo parecía querer tener el mundo en sus manos, pero también cómo su máscara de hombre poderoso se caía cuando miraba a su hija enferma. Por un momento, había visto al verdadero Arthur, un hombre asustado por la fragilidad de su hija, un padre desesperado. Ese fue el único motivo por el que no me negué a trabajar para él. La imagen de esa niña sufriendo, tan indefensa en esa cama de hospital, me golpeó como un puño en el estómago. La empatía que sentí por ella fue lo que realmente me convenció. No quería que ninguna niña pasara por lo que ella estaba pasando, y menos sola.

—¿Dónde está su madre?—Me pregunté en voz alta mientras el tren se deslizaba por las vías. —¿Por qué no está al lado de su hija en un momento tan delicado?

¿Será que su madre estaba de viaje o era una de esas mujeres de negocios tan ocupadas que apenas se detenían a mirar a sus hijos? No podía juzgarla sin saber, pero no podía evitar sentir que algo estaba mal en toda esa situación.

Finalmente, llegué a casa. Mi madre me recibió como siempre, con una sonrisa cálida que me recordó lo afortunada que era de tener una familia que me apoyaba. Por un momento, quise olvidar todo lo que había ocurrido en el hospital. Quería sumergirme en el confort de mi hogar, en la normalidad, pero sabía que no podía. Mi nueva vida estaba a punto de comenzar, una vida que implicaba lidiar con un hombre difícil y dos niñas que necesitaba más cuidado del que podría haber imaginado.

—Hija, ¿cómo te ha ido? —preguntó mientras me daba un fuerte abrazo y besaba mis mejillas.

Suspiré, algo cansada, pero traté de sonreír.

—Fue un día raro, mamá, pero ya estoy contratada.

—¿De verdad? —me miró con una mezcla de sorpresa y orgullo.

Sentí que las palabras se atascaban en mi garganta, pero las dejé salir, tratando de sonar lo más tranquila posible.

—Sí, pero... fue extraño. Verás, hoy estuve hablando con el ogro, bueno, mi jefe—Reí nerviosa, tratando de aligerar el ambiente—. Y, mientras platicábamos, la pequeña hija del jefe... se puso malita y la revise, se le había reventado el apéndice, mamá. ¡Te imaginas! Pobrecita... —Me detuve un momento, recordando la escena

Los ojos de mi madre se llenaron de ternura.

—Eres una muchacha muy noble, Lía. Siempre has sido buena en lo que haces. Estoy orgullosa de ti.

—Gracias, mamá —respondí con una leve sonrisa, pero rápidamente mi ánimo cambió al recordar lo que tenía que decirle—. Pero bueno, tengo una buena noticia... y una mala.

Mi madre frunció el ceño, algo preocupada.

—¿La mala?

Tomé aire antes de continuar.

—Es que... bueno, no quiero vivir con el ogro. —Reí un poco, sabiendo que ese término era exagerado—. Pero tendré que mudarme a su mansión. Es tremenda, mamá, enorme, no puedes imaginarlo.

—¿De verdad? —susurró, con los ojos abiertos de par en par—. No hay nada así por aquí y porque iras a vivir ahí.

Asentí.

—Debo estar con las nenas, ya son pequeñas y el viaja mucho.

—Entiendo cariño, no quisiera que te fueras, pero es tu decisión.




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