Lía.
Al dejar a las niñas tranquilas, me di una ducha rápida. El agua caliente me relajaba, pero mi mente no dejaba de divagar. ¿Qué me estaba pasando con este hombre? No era normal sentir algo por alguien como él. Arthur Zaens era arrogante, odioso, con un temperamento terrible. Todo en él me debería repeler, pero en lugar de eso... me atraía, y no podía sacarlo de mi cabeza. Era un Putillo, un Zorro como la letra del inicio de su apellido. “Esto es una locura”, me repetía a mí misma. No tenía sentido. Era mi jefe, y yo no podía ni debía sentir nada por él.
Terminé de ducharme, me puse un suéter cómodo porque hacía frío afuera y salí de mi habitación con el propósito de ver cómo se encontraba. Caminé por el pasillo silencioso, y al llegar frente a su puerta, dudé. ¿Qué estaba haciendo? Quise dar media vuelta, pero antes de que pudiera decidir, escuché su voz desde adentro.
—Puedes pasar, se que eres tú.
Mi corazón dio un salto. Respiré hondo y abrí la puerta.
—Soy yo, señor, Lía. Solo quería saber cómo se encuentra.
Arthur me miró fijamente. —Cierra la puerta, se que eres tu, la única que anda dando vueltas en él pasillo como los fantasmas —Comento sarcastico con esa voz profunda que me desconcertaba. Obedecí y me acerqué a la cama, intentando disimular mi nerviosismo. En tan poco tiempo ya me conoce.
—¿Cómo se siente? —pregunté mientras me sentaba en el borde de la cama.
—Mejor, gracias. ¿Y las gemelas?
—Les di algo de comer, las dejé limpias y se quedaron dormidas.
Asintió, pero había algo en su mirada que me hacía sentir incómoda. No sabía si ya sospechaba algunas cosas, pero estaba claro que su mente no estaba en paz. Seguramente era inteligente y sabia que alguien había provocado el accidente de esta mañana.
—Gracias —murmuró, volviendo la vista hacia la ventana.
Después de un largo silencio, me animé a preguntar.
—¿Cuándo nos iremos, señor?
—Quizás la próxima semana.
Me quedé helada. —¿Tanto tiempo? Pensé que nos iríamos mañana...
—Necesito resolver algunas cosas primero —respondió, casi distraído. Quise discutir, pero sabía que no valía la pena. Es mi jefe y él tenía la última palabra. Sin embargo, mi mente seguía preocupada.
—Escuché que su hermano quiere hacer una fiesta mañana —dije, buscando algún tema para cambiar la tensión en el aire.
—Así es.
—¿Usted irá?
Se rió de forma extraña y no dijo nada. Su silencio me incomodaba, así que me atreví a opinar:
—Tal vez debería ir... Su hermano parece disfrutar verlo mal. Discúlpeme si me meto en lo que no me importa.
—Tranquila, Lía. Sé muy bien la clase de persona que es Enzo. Tienes buen ojo. La envidia que me tiene es evidente, no solo él, también mis primos. En esta familia, no confío en nadie, has tu lo mismo.
—Esta bien pero...¿ Ni en sus padres confía? —pregunté, sorprendida.
—Ellos están recorriendo el mundo en su barco, viviendo la vida sin preocupaciones.
—Eso suena como el sueño de muchos —comenté, sin poder contener una sonrisa sarcástica.
—A veces eres demasiado honesta, Lía.
—Discúlpeme, es que no puedo evitarlo. Mi madre siempre dice que tengo una boca que no se cierra nunca.
Sonrió, esa sonrisa torcida que hacía que mi corazón latiera más rápido de lo que debería.
—Bueno —me levanté—, solo quería saber eso. Pensé que nos iríamos mañana, pero ya veo...
—No te gusta estar aquí, ¿verdad?
Lo miré directamente. —No, señor. Su familia me incomoda, aunque su tía es un encanto, y el señor Fausto también es muy amable. Pero los demás... no sé, me hacen sentir fuera de lugar.
—No te preocupes. Nos iremos después de la fiesta —me aseguró.
—No señor, mejor esperemos —mentí pero, de verdad haría lo que yo le diga. "Lía estas pasada" Me dirigí hacia la puerta, pero antes de salir, sentí algo inesperado. Arthur me tomó del brazo y, antes de darme cuenta, me jaló hacia él, haciéndome caer sobre su cuerpo. Mi respiración se detuvo por un segundo.
¿Qué demonios estaba pasando?
Mi corazón latía con fuerza, tan fuerte que sentía que él podría escucharlo. Me encontraba frente a él, nerviosa, ansiosa, y confundida por los sentimientos que me recorrían. Sus ojos, oscuros y profundos, se clavaban en los míos como si estuvieran buscando algo dentro de mí que ni siquiera yo comprendía. Entonces, rompí el silencio, con una voz que temblaba entre la ansiedad y la excitación.
—Señor, ¿qué hace? —murmuré, tratando de encontrar firmeza en mis palabras. Pero mis intentos fueron inútiles, y él lo sabía.
Él no respondió. Simplemente me observó, una pequeña sonrisa apareciendo en sus labios, mientras sus manos subían con lentitud hacia mi rostro. Sentí sus dedos rozar mi piel, dibujando un camino que terminó en mis labios. Aquella caricia, sutil y electrizante, me hizo estremecer. Mi respiración se aceleró, y mi mente me decía que debía detenerlo, pero mi cuerpo me traicionaba. No era capaz de resistirme.
Sus dedos bajaron con decisión hasta los botones de mi blusa, y aunque quise detenerlo, aunque mis pensamientos gritaban que debía parar, mi cuerpo se negaba. Me quedé quieta, presa de lo que él me hacía sentir. ¡Maldición! ¿Cómo era posible que me encantara tanto lo que me estaba haciendo? "Solo una vez, Lía", pensé, intentando justificar lo que estaba a punto de suceder. "Solo una vez y ya te quitas la abstinencia que te traes." Madre mía estaba loca.
Lo miré a los ojos, deseando que no pudiera leer lo que pasaba por mi mente, aunque parecía que sí lo hacía. Como si me hubiera escuchado, de pronto me agarró por el cuello y me besó con una intensidad que no esperaba. Sus labios eran gruesos, firmes, y cada roce hacía que una tormenta de emociones recorriera mi cuerpo. Sentí como miles de mariposas y libélulas revoloteaban en mi estómago, y una corriente cálida bajaba por todo mi ser.
Su mano se deslizó hasta mi ropa interior, y cuando sentí el calor de sus dedos tocarme, un gemido escapó de mis labios antes de que pudiera evitarlo.