Arthur
La fiesta que mi hermano había organizado estaba en pleno apogeo. Varias de las personas más importantes de la comarca, dueños de haciendas y ranchos, habían llegado para presenciar el evento. Él siempre disfrutaba sentirse el ganador, usando sus sucios trucos para lograrlo. Pero esta vez, no le daría la satisfacción de verme derrotado. No importaba lo que él creyera, no iba a caer ante un imbécil como él. Me vestí como correspondía, ocultando mi fatiga y mi reciente malestar. No iba a permitir que me viera postrado en una cama mientras él celebraba.
Terminé de alistarme y salí de mi habitación. Me dirigí al cuarto de mis hijas, donde encontré a Lucrecia preparándolas para dormir.
—¿Cómo se encuentra, señor Arthur?—me preguntó con una sonrisa.
—Me siento mejor. Quiero pasar un rato con las niñas. ¿Puedes dejarnos a solas?— le pedí. Asintió y salió discretamente.
Me acerqué a la cama donde Leyla ya dormía profundamente. Luego me volví hacia Ayla, que me observaba en silencio. Me incliné y le di un beso en la mejilla. —¿Por qué estás tan callada, hija?—, le pregunté.
—Porque viniste a verme, papá— respondió suavemente. —Estoy bien, papi. ¿Y tú?.
—Me siento mejor—, le aseguré, aunque sabía que había mucho más que mi salud física en juego.
Me dolió cuando Ayla me preguntó por qué no las abrazaba. Era cierto, había mantenido una distancia emocional con mis hijas, especialmente desde que su madre se fue. Siempre había creído que mantener cierta frialdad me protegería de más sufrimiento, pero en ese momento supe que estaba equivocado. Lia tenía razón. Necesitaba acercarme a ellas, ganarme su cariño y mostrarles el amor que se merecían. Aun cuando dudó, Ayla finalmente me abrazó, y yo la estreché con fuerza. Luego, me acerqué a Leyla y le di un beso en la frente, prometiéndome a mí mismo que cambiaría. Ellas no debían extrañar a su madre. Yo sería suficiente para ellas.
Después de pasar un rato con mis hijas, me despedí y le pedí a Lucrecia que las vigilara. Me disponía a irme cuando le pregunté por Lía,
—Debe estar en su habitación, señor. No se ha sentido bien. Aún tiene esa gripe— me respondió. Recordé que, anoche cuando estaba con ella, seguía agripada.
—Es cierto—recorde rascándome la garganta. Yo también creo que me contagié. Dije internamente—Bien, pasa buenas noches.
Salí de la habitación, inseguro caminé hacia donde está Lía.
Toqué la puerta de su habitación y, cuando abrió, me miró sorprendida.
—¿En qué puedo servirle, señor?—preguntó.
—Quería invitarte a la fiesta. Sé que no te sientes bien, pero si quieres, puedes acompañarme.
—No estoy invitada—, respondió dudosa.
—Pues yo te invito— le aseguré. Dudó, pero finalmente aceptó. —Ponte lo que desees. Nos vemos abajo.
Bajé las escaleras con dificultad, pero manteniendo la compostura. La música llenaba el salón, y los invitados charlaban animadamente. Mi hermano Enzo se me acercó enseguida, con su clásica sonrisa de superioridad.
—Querido hermano, pensé que seguirías en cama. Pero veo que has venido a celebrar mi triunfo— mencionó con desdén.
—No vine a celebrar nada— le respondí fríamente. —Esta es mi casa, y no necesito permiso para estar aquí—. Enzo rio, pero no me detuve a discutir. Me alejé, aceptando una copa de vino mientras intercambiaba saludos con algunos conocidos.
De pronto, mi atención se desvió hacia las escaleras. Lía estaba bajando, y debo admitir que nunca la había visto así. Llevaba un elegante vestido de gala, y su cabello, que normalmente recogía en un moño, caía suelto sobre sus hombros. Se veía deslumbrante. Pero lo que realmente me molestó fue ver a Enzo, con su mirada fija en ella, embobado. Apretando los puños, me acerqué rápidamente a Lía y le ofrecí mi brazo. No iba a permitir que mi hermano, un hombre casado y lleno de arrogancia, la mirara de esa manera. Maldito desgraciado.
—Te ves estupenda—Exprese sincero.
—Gracias señor Arthur, pero nos pueden ver y pensar mal.
—Qué te importe los demás que piense lo que mas les parezca.—Declare sonriendo de lado.
Lía me miro con esa mirada de sorpresa y una leve confusión en sus ojos. Sentí su mano temblar ligeramente cuando la tomé, pero no me importaba lo que los demás pudieran pensar. A decir verdad, jamás me había importado lo que la gente murmurara sobre mí, y esa noche no sería la excepción. Las miradas inquisitivas de mi familia y los invitados me resbalaban. Enzo, por supuesto, estaba furioso. Lo conocía bien, sabía que en su mente no soportaba que fuera yo, nuevamente, quien acaparara la atención en su propia fiesta, a pesar de haber ganado en las carreras esa mañana.
Le sonreí de lado, sabiendo que esa mueca siempre lograba irritarlo más. No podía evitarlo. Había algo casi divertido en cómo se esforzaba por superarme, y aún así, terminaba sintiéndose opacado. Mientras él seguía discutiendo con algunos ganaderos, varios se acercaron a mí para hablar de negocios. Siempre era lo mismo; aquellos hombres, rudos y curtidos por los años de trabajo en el campo, estaban interesados en mi empresa ganadera, famosa por las exportaciones de toros y vacas de la mejor calidad. Sin embargo, no estaba en la búsqueda de más socios. Ya tenía suficientes colaboradores y accionistas, demasiados, de hecho.
De reojo vi a Lía, quien había sido enviada a la cocina por mi tía. Ella regresaba con una bandeja de copas en sus manos, y esa imagen me irritó profundamente. No me gustaba que la trataran como una sirvienta cuando, en realidad, su trabajo era cuidar a mis hijas. La suavidad de su piel aún resonaba en mi memoria desde el momento en que la había tomado de la mano. Me acerqué a ella y le quité la bandeja con un gesto rápido. No era su lugar estar haciendo eso.
—Venga, llévese esto —le dije a una de las criadas, quien asintió y se fue rápidamente.
Lía me miró sorprendida, y fue entonces que me explicó: