Lía.
Cuando la fiesta terminó, subí a la habitación sintiéndome demasiado cansada. Mi cuerpo estaba agotado, y la gripe que había estado intentando ignorar ahora me pesaba más. Mi boca me dolía, y mi cabeza parecía estar a punto de estallar. Me recosté en la cama, buscando algo de alivio, pero ahí estaba el señor Arthur, ocupando mis pensamientos, invadiendo cada rincón de mi mente. Intenté apartar ese sentimiento, no podía seguir sintiendo lo que sentía, no era apropiado, quizá el solo buscaba un rebolcon y adiós Lía, chao.
Me cubrí el rostro con las manos, tratando de ahuyentar cualquier pensamiento que me atara a él, hasta que el sueño me venció. Pero no fue un descanso reparador. Me desperté con el corazón acelerado y la cabeza a punto de explotar. Me levanté de golpe y me metí en la ducha. El agua caliente calmó momentáneamente el frío que sentía, aunque más que físico, era un frío interno. Aquí el agua fría era como un cuchillo, así que agradecí el calor momentáneo.
Me vestí con ropa ajustada y una chaqueta. Sabía que tenía que seguir con la rutina, aunque mi cuerpo no estuviera de acuerdo. Al salir, me acerqué a las niñas, pero ellas ya estaban vestidas y hablando entre ellas.
—Buenos días Lucrecia, buenos días nenas.
—Buenos días Nani, te ves enferma.
—Buenos días señorita Lía, debería ir a descansar, eso te ayudará, no debiste levantarte de la cama.
—Sí Lucrecia, pero es mi deber, como no podría.
—Tranquila, yo estoy aquí para cuidar de ellas, además es una orden del señor. —Fruncí las cejas soltando un suspiro.
—¿Es por lo de anoche que saliste a caminar afuera, verdad?—, preguntó Ayla.
—Sí cariño, esperen iré por unas pastillas-respondí.
—Mejor descansa.
—Sí Nani descansa, nosotras estaremos acá.— Asentí dándoles un abrazo. Agradecí a Lucrecia, saliendo de la habitación.
Me dirigí a la mi habitación en busca de unas pastillas.
Justo cuando las encontré, alguien tocó a la puerta. Me asomé y era el señor Arthur Me quedé un segundo en silencio, pero lo invité a pasar. Él entró y me miró de una manera que me hacía sentir vulnerable. Se acercó y, sin decir palabra, tocó mi frente y luego la suya.
—No puedo creer que te hayas enfermado por una pequeña gripe —comento con una sonrisa irónica— Tienes fiebre.
—Le recuerdo que no soy tan fuerte como usted —respondí, intentando sonar sarcástica— No todos podemos ser tan ogros...
Tome la pastilla, arrugado mi rostro.
Él soltó una carcajada profunda, como si le hubiera dicho el mayor de los cumplidos.
—Sí, soy un ogro —acepto mientras se acercaba más— Pero también soy un zorro.
Me abrazó de repente, su calor envolviéndome por completo. Intenté apartarme, pero su agarre era firme.
—¿Qué hace, señor Arthur?
—Dándote calor —respondió, bajando la voz—No te preocupes, solo calma.
Intenté protestar, pero antes de que pudiera decir algo más, dejó un beso en mi mejilla. Sentí cómo el aire se hacía más denso.
—Me encanta tu aroma —susurró—. Es único.
Lo miré confundida, intentando entender qué pasaba entre nosotros.
—No creo soy única. Tienes muchas mujeres a su antojo.
—Para todas las mujeres soy único, pero para mí, todas las mujeres son iguales —dijo riéndose— Menos tú.
Se alejó, enderezándose con una sonrisa antes de agregar:
—Mañana nos iremos. Tengo una reunión importante, y no puedo dejarla en manos de mi hermano. No confío en él. Sé que quieres irte, y tendrás la oportunidad de visitar a tus padres esta semana. Te daré unos días de descanso.
Lo miré con incredulidad. ¿Descanso? ¿De verdad?
—¿De verdad puedo ir a casa de mis padres? —pregunté, intentando disimular la sorpresa en mi voz.
—Sí, para que te recuperes —respondió con seriedad—. Quiero que te pongas bien. Cuido de mis empleados, Lía.
—Ah, ya entiendo. Solo quiere deshacerse de mí.
—No es eso —dijo, frunciendo el ceño—. Solo hago lo correcto; trata de descansar.
—Está bien, como usted diga. Pero no me quedaré aquí encerrada.
—Vístete abrigada. No quiero que te resfríes más — me advirtió, antes de acercarse una última vez para besarme suavemente en los labios. Luego se alejó con una sonrisa, guiñándome un ojo antes de salir de la habitación.
Me tiré en la cama después de que se fue, dándole vueltas a todo lo que acababa de pasar. ¿Qué estaba ocurriendo conmigo? No quería admitirlo, pero estaba claro: me estaba enamorando de ese ogro.
Solté un suspiro largo, sintiéndome ridículamente feliz, como una adolescente. Lo vi salir con su chofer desde la ventana, y luego me dirigí hacia las niñas. La mansión se sentía extrañamente vacía, como si no hubiera alma en ella. Esta vez no estaba incomoda.