La Niñera de las hijas del Ceo: Arthur Zaens

Capitulo 29

Arthur.

—Nadia, ¿qué haces en mi empresa? —le pregunté con tono molesto, frío y lleno de repulsión.

—Vine a recuperar lo que es mío —respondió, cruzando los brazos, como si tuviera algún derecho a estar aquí después de todo este tiempo.

Me reí, dejándome llevar por una carcajada que resonó en el pasillo vacío. Me acerqué unos pasos, mirándola con desprecio.

—¿Me estás viendo bien, Nadia? ¿Es que te enteraste de alguna noticia? ¿Por eso has regresado? Porque el gran Arthur Zaens el mejor CEO del país, con millones en su cuenta y mujeres a su disposición, al fin tiene una vida que vale la pena, y tú crees que puedes simplemente regresar.

Nadia se mantuvo firme, aunque noté una sombra de culpa en sus ojos.

—Tú no sabes nada de lo que he pasado —mencionó, conteniendo un temblor en la voz—. No tienes idea de por qué me fui… necesitaba ayuda, me enfrenté a una crisis mental… Quiero recuperar a mis hijas, Arthur.

Su súplica me dejó momentáneamente callado, pero solo fue un segundo. Tomé aire y le respondí:

—No tienes hijas, Nadia. Desde el momento en que te fuiste, dejaron de llevar tu apellido. Dejaste un hogar. Dejaste a tus hijas, y yo soy un hombre divorciado. Tú ya no formas parte de mi familia, ni de mi vida.

Nadia me miró con incredulidad.

—¿Divorciado? Tú estás loco, Arthur. Yo no he firmado ningún papel.

—Bueno, querida, entonces consulta a tu abogado. Habla con el abogado Miller, él te explicará todos los detalles. —Alcé una ceja, despectivo—. No eres mi esposa, Nadia, eres mi exesposa. Te llevaste mucho antes de irte: joyas, dinero, incluso las cosas de valor de mi madre. Te largaste y ¿ahora pretendes volver? ¿Crees que soy idiota?

Su expresión cambió; pasó del enojo al arrepentimiento, y luego a la tristeza.

—Lo siento, Arthur. Cometí errores. Estaba perdida… pero jamás te fui infiel, jamás te traicioné de esa forma. Solo necesitaba espacio, tiempo para reencontrarme.

—Pues ya tuviste suficiente tiempo. Ahora, quiero que me dejes en paz. Mi vida ya no te incluye. Tengo a alguien más, una mujer a la que amo, y no pienso dejarla.

—¿Qué mujer? —preguntó, herida, como si tuviera algún derecho a saber.—Ni creas que lo permitiré, regresa a mi casa, como corresponde. Ahora dime quien es ella.

—Eso a ti no te importa. Ahora, vete de mi empresa antes de que tenga que echarte a patadas. Y tú casa. Estas loca, desde el momento que te fuiste perdiste todo ese derecho.

—Eres un loco —me espetó antes de salir con prisa, su figura perdiéndose por el pasillo.

La furia me consumía. ¿Cómo se atreve a aparecer justo ahora? Justo cuando había encontrado algo parecido a la paz en mi vida. Ya no hay lugar para ti aquí, Nadia. Así que sigue tu camino. Porque ni yo ni tus hijas existimos para ti desde hace mucho tiempo.

Salí de la empresa y me subí al coche. Apenas cerré la puerta, le dije a Miguel que avanzara. No podía dejar de pensar en la audacia de esa mujer. ¿Venir a arruinarme este momento? Está completamente equivocada si cree que la recibiré con los brazos abiertos.

Media hora después, llegamos a la mansión. Al entrar, encontré a las niñas en el salón recibiendo su clase. Lia, estaba con ellas. Me acerqué a Lia y la saludé, con un beso en la mejilla, pero noté que ella parecía nerviosa.

—Espera un momento —me pidió, con una sonrisa temblorosa.

Ignorando su incomodidad, me acerqué a mis hijas y las saludé con un beso y un abrazo.

—Papi, queremos helado —dijeron, sonriendo con esos ojos inocentes que me hacen derretir cada vez.

—Claro, hablaré con Lucrecia para que el chofer las lleve por su helado —les dije, acariciándoles la cabeza. Me volví hacia Lia, quien seguía observándome con esa mezcla de nervios y ternura—. Lia, necesitamos hacer algunas diligencias. Prepárate, iremos al hospital.

—¿Al hospital? —preguntó, confundida—. ¿Por lo de la tomografía?

—Si y debes realizarte algunos de exámenes de rutina, para asegurarnos de que todo esté bien.

—Papi, ¿por qué vas al hospital con Lia? —preguntaron las niñas, que habían escuchado la conversación.

—No se preocupen, mis amores. Lia solo necesita unos chequeos. Ahora, vayan por su helado y luego podrán contarme todo lo que aprendieron hoy en su clase.

Lia me miraba sin decir nada, y sonreí de lado, intentando tranquilizarla. Con cada día que pasaba, mis hijas querían a Lia un poco más, y ese vínculo que se formaba me hacía sentir que había hecho la elección correcta al traerla a sus vidas.

Las niñas salieron con Lucrecia y el chofer, y me quedé a solas con Lia. Sabía que el caos que Nadia traía a nuestras vidas aún no había terminado, pero tenía claro que esta vez, no dejaría que nadie, ni siquiera ella, interfiriera en la vida que estaba construyendo para mis hijas y para mí.

Llegamos al hospital privado, el ambiente frío y pulcro, una calma ensordecedora en el aire que contrastaba con el nerviosismo que percibía en Lía. Ella llevaba días con esa tos persistente, un síntoma que no podíamos seguir ignorando, especialmente después de aquella caída. Por eso, llamé al médico y programé estos exámenes; necesitábamos respuestas, y Lía merecía saber que todo estaba bien. Al entrar al consultorio, su mano buscó la mía, su palma fría, su pulso acelerado.

—Vas a estar bien, ya verás —le dije apretando su mano para que supiera que estaba a su lado—. Pero necesitamos salir de dudas. Recuerda que aquel golpe en la cabeza no fue menor, y desde entonces has estado así.

Lía me miró, sus ojos claros agradecidos.

—Gracias, Arthur por preocuparte por mí —respondió en un susurro. Pero la interrumpí antes de que terminara.

—No digas nada, Lía. Ahora quiero cuidarte, ¿entiendes?

Ella soltó una risa ligera, esa risa tan suya que me hacía olvidar el peso de los días.

—Gracias. No pensé que un ogro como tú pudiera tener sentimientos.

—Ah, tú y ese sobrenombre —respondí negando con la cabeza, pero con una sonrisa. Ese apodo me recordaba la forma en que nos conocimos, cómo ella había visto primero mi fachada fría.




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